◇Capítulo: 37◇

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Era madrugada cuando golpeé frenéticamente a la puerta de la habitación de Justin. Llevó siglos para que él abriera.
—¿Qué pasa? ¿La cucaracha regresó
—preguntó, con los cabellos
ligeramente aplastados, los ojos soñolientos.
—No. ¿Quieres jugar ajedrez?
—¿Ahora?
—¿Por qué no?
—¡Kimberly, son casi las tres de la madrugada! —señaló, un poco confuso.
—Lo sé, pero… —estruendo seguido de brillo espeluznante resonó en las paredes. Me estremecí y entré en su habitación sin esperar la invitación—Podemos hacer otra cosa. Cualquier cosa. ¿Quieres ayuda para ordenar tu closet?
—Ah… No, gracias. Mis cosas están bien organizadas —dijo, parado al lado de la puerta—. Y estas no son horas de ordenar nada. ¿Qué sucede contigo?
Ya estaba abriendo las puertas y cajones de su guardarropa impecablemente organizado.
—Nada. Pero debes tener alguna cosa aquí para ordenar. No puedes ser tan ordenado. —el sonido grave se repitió, y el flash brillante invadió el cuarto. Grité, dando un salto para la cama de Justin.
Las gotas de la furiosa tormenta comenzaron a golpear el vidrio y me encogí bajo la sábana aún caliente.
—¿Tienes miedo de los truenos? —preguntó, con una media sonrisa en la cara.
—¿Miedo, yo? —un grito más de furia de la naturaleza resonó. Me encogí como una bola, cubriendo mí cabeza con la sábana.
Él se rió por lo bajo. Subió a la cama y sentí el colchón ceder un poco bajo su peso. Retiró la sábana de mi cara.
—¿Qué puedo hacer para tranquilizarte? —quiso saber, apoyándose en la cabecera de la cama.
—Nada. No tengo miedo. Solo… déjalo… pensé que podrías estar aburrido.
Él asintió, pensativo.
—Tal vez lo esté.
—¡Ah, eso es genial! ¿Quieres ver una película o quizás jugar póker? Adoro el pok… ¡Oh, Dios! —la claridad invadió el cuarto nuevamente, seguido de un estallido ensordecedor. Me sujeté al cuello de Justin, subiendo en su regazo antes que pudiera darme cuenta. Mis manos estaban frías como hielo.
—Está bien. Está bien —murmuró, una mano subiendo lentamente por mí espalda—. Estoy aquí.
Cerré los ojos a medida que la tormenta ganaba fuerza y se volvía más y más ruidosa. Temblaba, trataba de respirar normalmente e hice un terrible esfuerzo para no llorar. ¡Era una mujer de veinticuatro años, por amor de Dios!
Justin me apretó en sus brazos. Enterré la cara en la curva de su cuello y recé para que aquello terminara pronto y pudiera parar de temblar.
—Marcus preguntó por ti hoy cuando hablé con él —me contó, todavía subiendo y bajando la mano por mi columna.
—¿Preguntó? —susurré con los ojos cerrados.
—Sí. Te adora. Y eso no es muy común. Marcus se mete con todo el mundo.
—A mí también me gusta mucho de él. Es un chico bueno.
—Sí. Algunas veces lo es.
Yo mantenía los ojos cerrados e inhalé profundamente, tratando de calmarme. El olor de la piel de Justin, tan familiar, me ayudaba un poco.
—Estuve pensando —continuó—. ¿Qué piensas de un lavaplatos?
—¿Por qué?
Sus hombros anchos se movieron en un gesto casual.
—A ti no te gusta lavar platos.
—Yo… —otro estruendo resonó por la habitación. Gemí, agarrándome más a él.
—Pensé que querrías el lavaplatos, ya que sugeriste uno cuando te mudaste aquí —explicó, exhalando calma.
—Tú n-no necesitas lavaplatos, ¿recuerdas? —dije, asustada.
—Quizás ahora necesite. No eres muy buena con el orden. Sabes… —hubo otra explosión en el cielo. Su mano continuaba acariciando mi espalda, y la otra comenzó a deslizarse por el largo de mí cabello—. Creo que debería ofrecerme a ayudarte a ordenar tus cosas. Parece que una bomba explotó en tu cuarto.
Sacudí la cabeza.
—Gracias, pero no. No encuentro nada cuando todo está ordenado. Lo prefiero a mí modo.
—Tu modo es bastante… práctico —escuché la ironía en su voz.
Levanté la cabeza para mirarlo.
—En realidad lo es. Mí desorden está bien ordenado. Casi siempre sé donde están mis cosas.
Sonrió.
—Casi siempre —examinó mí rostro atentamente. Dos dedos corrieron por el costado de mí cabello, acomodándolo detrás de la oreja—. Tú desordenas todo lo que tocas —susurró—. Nada es lo mismo después que tú lo tocas.
—Ah, no me vengas con esas. No toqué nada tuyo. ¡Si has perdido algo, la culpa no es mía! —me defendí.
Él apenas me miró, tan intensamente y por un momento tan largo que tuve que bajar la mirada. Y solo entonces me di cuenta que Justin estaba sin camisa. Su tórax ligeramente bronceado estaba desnudo, exhibiendo, a quien se atreviera a mirar, toda la fuerza y gloria de sus músculos. Mi mano recorrió su cuello, y la piel caliente y lisa de su pecho ancho se estremeció bajo la punta de mis dedos. Sentí su corazón latiendo rápido bajo mi palma, la respiración entrecortada. Volví mis ojos hacia los suyos, y lo que vi en ellos me paralizó.
Miedo. Había miedo, pánico, alarma en sus esmeraldas caleidoscópicas. Mis brazos cayeron flojos al costado del cuerpo, desamparados. Él no quería que lo tocara de aquella manera. Yo me había engañado. No me quería de aquel modo.
Casi no pude respirar.
—Creo que es mejor que yo… —me arrastré fuera de la cama, evitando su mirada asustada—. No quise invadir tu privacidad, Justin. Solo pensé que tú… estarías aburrido. Perdona —el rechazo no era algo con lo que yo estaba familiarizada. Dolía, ardía, quemaba en mi pecho.
Un maldito rayo cruzó la ventana, tan cerca que la estructura de aluminio vibró, quejándose. No pude reprimir el temblor.
Justin alcanzó mi mano.
Lo miré por encima de mi hombro.
—Duerme aquí —me pidió en un susurro. Había tanto miedo en sus ojos, como si se reflejaran en los míos. Sin embargo, era a mí a quien él temía, no a los rayos letales de doscientos millones de voltios—. No quiero que estés sola esta noche.
—No creo que sea una buena idea —pero las luces centellearon antes que la energía eléctrica se colapse y desaparezca—. O quizás sea —salté de nuevo a la cama.
Él se movió en el colchón, dejando espacio para que yo pudiera acomodarme a su lado. Recelosa, me ubiqué bien al costado, equilibrándome en el borde de la cama, temiendo pasar los límites, pero a Justin no le pareció importarle y gentilmente deslizó la almohada debajo de mí cabeza, compartiéndola conmigo.
Nuestros rostros quedaron cerca, tan cerca en la oscuridad que nuestras frentes casi se tocaban. Cada tanto la claridad iluminaba el cuarto y lo petrificaba. Me extendió la mano, y yo, agradecida, la agarré con fuerza, apretándola contra el pecho. Cerré los ojos y deseé que aquel ruido horrible y amenazante cesara y yo pudiera dejar en paz a Justin.
Él se movió, haciendo que abra los ojos. Alcanzó algo en su mesilla de noche, su mp3, encendió el aparato, colocó uno de los auriculares en mi oído, el otro en el suyo, y volvió a acostarse sin nunca soltar mi mano. La melodía no hacía desaparecer, pero acallaba los sonidos de la tormenta. Conocía aquella banda de rock alternativo, asistí a un show en Vancouver el año anterior.
—Pensé que solo escuchabas blues.
—Me gustan otras cosas también.
—Me gusta esta banda.
—Lo sé. Te escuché cantando en la ducha.
Me concentré en los acordes melodiosos, ignorando el miedo, tratando de mantenerlo bajo control. El calor de la mano de Justin entrelazada a la mía era tranquilizador. Poco a poco mí corazón volvió al ritmo normal, la adrenalina dejó mí cuerpo y súbitamente me sentí exhausta.
Abrí los ojos con dificultad y encontré a Justin, apenas una sombra poco visible, observándome.
—Gracias —susurré, relajada.
—Duerme —acarició el costado de mi rostro con la mano libre—. Estoy aquí. No me iré de tu lado.
—Ok —obedecí, durmiéndome enseguida.

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