II

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Salir del coma no es como en las películas. He visto algunas donde despiertan como quien se ha tomado una siesta un poco más larga de lo habitual, pero yo diría que más bien es como entrar en una pesadilla.

Cuando abrí los ojos apenas veía nada, me sentía en mitad de una inmensa niebla que poco a poco se disipaba. También escuchaba voces, lejanas, no las entendía. Luego las voces se hicieron más claras y las imágenes más nítidas. Por un momento pensé que estaba muerto, no podía moverme ni tampoco hablar. Nunca fui religioso, pero entonces creí que la muerte era eso: un alma atada a un cadáver. Quizá no estaba tan equivocado con respecto a mi cuerpo, pero las lágrimas y el apretón de mi madre me trajeron de vuelta al mundo de los vivos.

Nunca la había visto llorar, menos de alegría. Esa fue la primera vez. Me apretaba la mano con fuerza, como si temiera que me pudiera escapar. No paraba de repetir mi nombre entre sollozos. Yo apenas entendía nada.

Cuando miré a mi padre vi una expresión más contenida, luchaba para mantener a raya sus emociones, algo que le resultó imposible. En él no solo había alegría, sino abatimiento. No sé si es porque sus arrugas se marcaban más en su rostro, pero parecía haber envejecido unos años de golpe. Mi madre también había cambiado un poco, su melena rubia volvía a ser castaña y con canas.

Supe que algo no marchaba bien. Sus reacciones, sus miradas... Luego me lo dijeron: ¡Es un milagro, Daniel! ¡Un milagro!

Había pasado once meses en una cama sin moverme mientras el mundo seguía adelante. Si hubiera podido habría gritado. No tuve forma de expresar esa rabia que, con el tiempo, fue creciendo como una mala hierba.

Al principio me costó asimilarlo, ¿cómo no me iba a costar si ni siquiera podía moverme o hablar? Tenía todo el día para pensar en el tiempo perdido, en los momentos por vivir, en mis relaciones... Pensé en Claudia. Era irónico porque llevábamos casi once meses juntos cuando el accidente ocurrió. Ella estaba en la cima de la montaña y yo abajo, una cuerda nos unía. ¿Se había roto? ¿Estaría a punto de hacerlo? Tuve mucho miedo por mi futuro. Pero más aún por nuestro primer encuentro tras el despertar.

Antes de ella vinieron algunos familiares más, mis tíos y mis primos. También recibí la visita de compañeros de clase o del equipo del fútbol. Uno de los primeros en verme fue David, mi mejor amigo, al que conocía desde los doce años. David parecía igual que siempre y eso, en cierto modo, me relajó. Hasta seguía teniendo las espinillas de las mejillas. Me trataba como si no hubiera pasado nada, como si solo nos hubiéramos dejado de ver por unas vacaciones. Empezó a contarme muchas cosas: quién había ganado la liga —nosotros no—, según él porque había faltado el mejor: yo; las anécdotas graciosas de clase; me hizo spoilers de series... Fue un rato en el que de verdad me sentí como el viejo Daniel.

Por desgracia, esa sensación no duró mucho. Claudia apareció después y mi amigo se marchó para dejarnos a solas. Me sentí como si fuera a someterme a un juicio. La aplastante realidad me golpeó: yo no podía darle nada a ella. Ni siquiera podía comer o lavarme solo. Era patético.

La sala se inundó de un profundo silencio. Ella estaba guapísima, con su media melena ondulada y sus ojos grandes y castaños. Por muy guapa que estuviera, faltaba una cosa: su sonrisa. Entonces me fijé en sus manos, que agarraban el bolso con fuerza. Parecía tensa, tardó en entregarme la sonrisa que anhelaba y de sus ojos escaparon unas lágrimas. Ocultó su rostro en mi regazo.

—Lo siento, Daniel. —Mis dedos rozaron su brazo. Fue un contacto leve, pero que me dio más placer que cualquier otra cosa—. Me prometí no llorar más. —Se apartó limpiándose las lágrimas del rabillo del ojo. Después secó las mías, aquel gesto me deprimió—. Es que todavía no me lo puedo creer. No sabes la de veces que imaginé tus ojos abriéndose.

Estuvimos un buen rato mirándonos sin decir nada más, por todo el tiempo perdido. Me abrazó con fuerza besándome en la cara y empezó a contarme lo que había pasado en esos meses. Me quedé embelesado en sus movimientos: cómo unía sus manos, cómo cruzaba las piernas, cómo asentía con la cabeza. Me fijé sobre todo en su boca: en sus labios finos y en sus dientes un poco separados, de los que siempre se había quejado. Quería besarla, necesitaba amarla. Qué de cosas habría hecho de no estar anclado a esa puta cama. Desearla solo me hacía verla aún más inalcanzable. Ni siquiera podía decirle el te quiero que me ardía en la lengua.

No podía darle ni eso, ni un te quiero.

La visita acabó. No hubo besos ávidos, solo un abrazo y la promesa de volver a verme. Muy en el fondo supe que no solo había perdido once meses de vida sino también a Claudia. 

Recuerdos de humoWhere stories live. Discover now