IV

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Uno hace duelo cuando un ser querido muere. Yo también lo hice por el viejo Daniel, por el tiempo perdido y por lo que no iba a conseguir. Cuando regresé a casa todo se volvió más real.

Un completo dependiente, eso es lo que era. Mis padres se dividían mi cuidado por turnos según su trabajo: mi padre se encargaba por las mañanas y mi madre por las tardes. De la hora del baño y vestirme se solía ocupar mi padre.

Aunque empecé a lograr cierta autonomía, había algunas cosas que me costaban horrores y otras que no lograba ni poniendo toda mi atención y energía. Resultaba frustrante, era como si un jugador sádico hubiera puesto mi vida en modo infernal. Me sentía como el dichoso personaje que muere una y otra vez.

Si dependía de mis padres para las actividades diarias, de Claudia empecé a depender emocionalmente. Cuando regresé a casa encontré unas cartas suyas en uno de los cajones del escritorio. Ahora ya no las tengo, pero recuerdo algunos de sus fragmentos como si los hubiera escrito yo:

«A veces me pregunto si sientes o ves algo. ¿Recuerdas la película de Despierto, al chico que anestesian pero lo siente todo? Temo que te pase algo parecido, que estés ahí y lo veas todo, estar encerrado en tu propio cuerpo. Sin poder moverte, sin poder vivir... Debe de ser horrible.»

«Veo que te dejan flores. Para mí, las flores tienen dos significados totalmente opuestos. El primero es el amor, el típico regalo de pareja, aunque tú no me regalabas flores. Y por otro lado está la muerte. Por eso, cuando veo flores, siento que ya han asumido que te has ido.»

«Ojalá y pudiera darte un beso de amor para despertarte (vaya cursilada). ¿Significará eso que mi amor no es verdadero?»

El último pertenecía a una de sus últimas cartas, cuando dejó de escribirlas. Esa pregunta me inquietó más que mis propios pensamientos pesimistas. Era la confirmación de lo que ya temía. Volví a recordar cuando mi madre me dijo que Claudia no iba a querer estar con una persona como yo. En aquel entonces lo dijo porque estaba en mi etapa de no querer hablar o moverme —lo poco que podía—. Pero yo pensé y sigo pensando que llevaba razón. ¿Con diecisiete años quién iba a querer atarse de esa forma a una persona que no podía ir al baño sola?

A pesar de todo, yo me enamoraba más. La razón era simple: ella estaba ahí.

Por las mañanas iba a rehabilitación y la mayor parte de la tarde la gastaba en ver series o la mierda que daban en DKiss y BeMad, donde reinaba el morbo. Lo que mejor recuerdo es a una mujer gorda cuyo estómago tenía dos tumores que parecían dos testículos de grasa. Aquello me hacía sentir algo mejor, al menos yo no tenía ese aspecto. Entonces aparecía Claudia y me hacía sentir bien de verdad, no bien de disfrutar con el dolor ajeno, sino disfrutar de la alegría propia. A diferencia de algunos amigos —salvo David— los demás tendían a ponerme excusas como que estaban muy liados. Tenía que reconocerlo, muchos de ellos no me visitaban porque no era precisamente el alma de la fiesta.

Claudia siempre fue leal. Venía tres tardes a la semana, para mí los días más esperados. Nos entreteníamos hablando de nuestra rutina, de profesores, amigos, noticias, series, películas, música... De mis progresos. En una de esas ocasiones me armé de valor para preguntarle sobre las cartas. Ella estaba sentada en la silla del escritorio y yo tumbado en la cama. Antes solía tumbarse a mi lado. Creo que Claudia ponía una distancia prudencial entre nosotros.

—Leí... las... cartas.

—¿Qué cartas?

—Las... que dejaste.

—Ay, Dios. Qué vergüenza. —No paraba de girar la silla de un lado para otro.

—¿No se... las... diste a mi madre?

—No, a veces venía aquí y me tumbaba en la cama. Un día decidí dejarte las cartas. Sé que son horribles.

—Me gustaron.

Entonces nos miramos. Yo quería decirle: «¿Te acuerdas de la carta en la que dudabas de tus sentimientos? Hablemos de nuestra relación, por favor. ¿Qué somos? ¿Amigos? ¿Novios? Tu forma de tratarme ya no es igual.» Si no pude no fue por mi incapacidad, sino por mi inseguridad. ¿Qué es mejor? ¿Vivir de falsas ilusiones? ¿O sobrevivir a la dolorosa verdad?

Claudia no quería hablar del tema. No sabía si por ella misma o porque mis padres se lo habían pedido. Había pasado mucho tiempo, ¿qué cosas podrían saber ellos que yo ignorara? Si Claudia me rechazaba en ese momento me hubiera hundido completamente. Aunque ya de por sí lo estaba, esas dudas carcomían mi mente.

Una vez le dije a mi madre:

—¿Le... dijiste algo... a Claudia sobre... nuestra relación?

Ella se sorprendió por mi pregunta.

—No. ¿Por qué lo dices?

—Una... vez me dijiste... que ella no estaría... con alguien como yo.

—Daniel, lo siento mucho, de verdad. Te lo dije porque estaba enfadada de que no reaccionaras. Pero ahora estás mejorando mucho, seguro que ella quiere estar contigo.

Asentí. Me quedé con las mismas dudas y días después descubrí que el accidente había sido por culpa de mi padre. Las cosas empeoraron mucho.

Nuestra relación se deterioró brutalmente, al punto de que le pedí a mi madre que hallara la forma de echarlo de casa. No quería verlo. Puede que ella hubiera accedido a mis peticiones de no ser porque necesitábamos su ayuda.

La relación entre nosotros tres se volvió muy tensa, casi insufrible. Lo único que me animaba eran las visitas de David y de Claudia, a los que tampoco les pasaba desapercibida la situación.

Mi padre se comprometió a sacrificar parte de su vida por mí. «Haré todo lo que necesites», «Te daré lo que desees». Lo que yo quería era recuperar la independencia de mi cuerpo y mi relación con Claudia, dos cosas imposibles. 

Recuerdos de humoWhere stories live. Discover now