III

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Pasé unas semanas en el hospital en las que empecé a darme cuenta de muchas cosas. La primera de ellas era que mis padres no actuaban igual. A primera vista podría pensarse que se debía a que yo, su hijo, había vuelto del mundo de las sombras. No era eso. Aunque su actitud conmigo había cambiado, también lo había hecho entre ellos.

Mis padres nunca habían sido muy dados a las muestras de cariño en público: nada de besos o darse de la mano. Pero ahora faltaban las bromas entre ellos, no cruzaban risas. Apenas intercambiaban palabra. Se trataban con indiferencia y otras veces con aspereza. Era como si uno fuera el jefe del otro, aquel que les caía mal pero que tenían que aguantar para conseguir un sueldo. Creo que lo hacían para ocultarme lo evidente: su relación estaba muerta. Probablemente se habían divorciado y estaban esperando el momento oportuno para decírmelo.

Esos días resultaban interminables para mí, no solo por la incomodidad, sino por el eterno aburrimiento. Mi madre a veces me leía artículos curiosos, mi padre me trajo una Tablet para ver series, en otras ocasiones hacíamos quinielas. ¿Perderá el Real Madrid? ¿Ganará el Barcelona? Las hacía para entretenerme, pero pronto el fútbol me comenzó a disgustar. Odiaba ver a aquellos tíos haciendo lo que yo no podía: correr libremente hasta caerme del cansancio. Antes solía ir al campo que se extiende frente al parque que hay cerca de mi casa. Siempre me acompañaba David. Llegábamos a un pequeño túnel oscuro repleto de pintadas, vasos de plástico, ropa vieja y quién sabe si alguna jeringuilla. En primavera el lugar siempre está repleto de flores y luego todo se queda seco y gris.

Esa libertad de la que antes disfrutaba era invisible. Necesitaba ayuda para todo: para comer, para cambiarme de ropa, para bañarme y hasta para limpiarme la mierda del culo. Me resultaba humillante. Era un pelele. Siempre que tenía que enfrentarme a una de estas situaciones tan comunes me acordaba del supuesto conductor que había tenido la culpa del accidente, pensaba en las ganas que tenía de matarlo. Qué gracia, para luego descubrir que fue mi padre... Por supuesto que el hecho de desear matarlo no era algo que fuera a llevar a cabo: porque no podía. Ahora en serio y fuera de bromas, aunque sintiera una rabia que me nublara la mente, jamás sería capaz de cometer tal acto. Mi morbosa imaginación se encargaba de satisfacer mis deseos. También me permitía soñar que me recuperaría y que volvería a ser el Daniel de siempre. Me odiaba por pensar en aquello, porque al volver a la realidad todo era mucho más duro.

Los médicos me dijeron que tardaría años en recuperarme y que era posible que no lo hiciera del todo. Eso solo me hundía los ánimos.

Empecé a hablar y a moverme: las manos, un poco el brazo... Hablar me costaba mucho, al principio fueron palabras cortas: sí, no, papá, mamá... Como si fuera un bebé de nuevo. Vocalizaba muy mal, me sentía como un completo subnormal cuando abría la boca. En una ocasión unos chavales que tenían un par de años menos que yo se burlaron. Ese par de gilipollas me hundieron durante un buen tiempo, solía preocuparme por lo que la gente pensaba cuando me escuchaba.

Mis padres no paraban de animarme para que lo hiciera. Se esforzaban por darme conversación. Mi madre se tragó expresamente la serie de Breaking Bad para poder comentarla conmigo, y eso que siempre había mostrado aburrimiento por ella. Mi padre, por su parte, me preguntaba cosas sobre el ordenador. «¿Cómo puedo abrir una cuenta de Facebook?» Me sorprendió porque había rechazado las nuevas tecnologías durante mucho tiempo.

Por más que se esforzaran yo respondía vagamente o con gestos, hasta que un día mi madre reaccionó mal. Cerró la Tablet de forma brusca y negaba con la cabeza. Al principio empezó suave:

—Daniel, tienes que hablar. ¿Es que no te das cuenta que te haces daño a ti mismo? Dime, ¿por qué no lo haces? ¿Por vergüenza? ¿Por miedo a que se rían de ti? Piensa en lo que sentirás tú cuando lo hagas, no en cómo reaccionen esos imbéciles. Eres capaz de eso y de mucho más. Por favor, Daniel, habla. ¿Es que no quieres hablar con tus amigos? ¿Es que no quieres conversar con Claudia?

Que mencionara a Claudia me sentó fatal. Solía utilizar su nombre para darme ánimos, pero esa tarde solo me tocó los cojones. Para ellos hablar era tan sencillo como respirar.

—Daniel —suplicó—. Daniel, vamos.

Negué con la cabeza. Ella repitió varias veces mi nombre, me volvió a insistir en lo mismo. Hasta que se levantó enfurecida.

—¡Habla, joder! ¡Habla! ¡¿Es que ni siquiera eres capaz de hacer eso?! —chilló tan fuerte que vino una enfermera a preguntarnos si iba todo bien. Mi madre se había alterado tanto que la mujer le pidió que saliera a despejarse un poco, no se lo tomó muy bien y también le gritó a ella mientras se marchaba.

No sé si lo que dijo fue fruto de su frustración, porque lo pensaba o porque solo estaba tratando de enfurecerme para que le contestara. No consiguió que hablara, pero sí logró que me enfadara.

Para el tema de la rehabilitación pasó lo mismo. Me negaba, pero me forzaban cogiéndome como una bolsa de basura.

Los refuerzos negativos no funcionaban, tampoco los positivos. Me llevé muchos gritos y ánimos. Promesas estúpidas sobre lo que haríamos cuando pudiera caminar. Me hablaban de casos de gente que se recuperaba bien, como el de una chica que había pasado por algo parecido a lo mío y había logrado en meses lo que otros en años. Hasta utilizaron a Claudia para tratar de convencerme. Nada funcionó. Me había convertido en un tullido emocional, mi invalidez psicológica era más fuerte que la física. Me había rendido, así de simple.

Al final me di cuenta yo solo de lo que me estaba haciendo. Una vez cuando estaba por los pasillos en una silla de ruedas empujada por mi padre, nos quedamos frente a los amplios ventanales del hospital. Desde ahí podíamos ver los aparcamientos y un extenso campo muerto. El color del cielo tenía un tono gris enfermizo, acorde a mi estado de ánimo. Junto a nosotros se detuvo un hombre que iba también en silla de ruedas, con media pierna amputada. No dije nada, pero su aspecto me pareció más triste que el cielo gris y que cualquier otra persona en el mundo. Tenía unos ojos hundidos y apagados. No cruzamos palabra, solo lo observé. Unos días después conocí a su hijo. Me estuvo explicando lo que le había pasado y sentí una repentina curiosidad por saber sobre su padre. A duras penas lo conseguí. Le pregunté por qué estaba en silla de ruedas pudiendo ir con muletas. Simplemente me dijo que no quería, que se negaba, que había perdido todas ganas de vivir. Eran los demás los que tiraban de él como si fuera un fardo.

En ese momento descubrí que yo me estaba comportando exactamente igual. Por muy duro que suene, ese hombre me inspiró a no ser como él. 

Recuerdos de humoΌπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα