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Me convertí en una especie de sanguijuela. Chupaba el ánimo de los demás, en especial el de Claudia. Ella, por supuesto, no siempre se mostraba alegre. Muchas veces me confesaba sus preocupaciones o tenía días malos, pero cuando se trataba de mí siempre mostraba buena cara. Una confianza excesiva: «Te recuperarás».

Una tarde en especial, en la época de mi constante autocompasión, David y Claudia aparecieron juntos. Me ayudaron a sentarme en la silla de ruedas y salimos a la calle. Todo apuntaba a que haríamos lo que todos los viernes: ir a la plaza, dar una vuelta y sentarse en un banco para hablar mientras algunas palomas picoteaban a nuestro alrededor. No fue así, el camino que tomamos resultó ser muy diferente. Cruzamos el parque, que en aquel entonces tenía los cerezos en flor. Después llegamos al otro lado de la carretera, donde David y yo íbamos a correr cuando aún podía. El campo estaba verde, repleto de jaramagos, amapolas y margaritas.

David empezó a empujarme, cada vez más rápido, siguiendo el pequeño camino lleno de baches. Aceleró. Claudia trotaba junto a nosotros.

David no paró. Sentí los olores apelmazándose en mi nariz, el sol calentando fuerte sobre nuestras cabezas y la brisa golpeando mi rostro. Aumentaron tanto el ritmo que por un momento volví a sentir que estaba corriendo, la libertad de elegir mi propio camino. Volvía a tener el control de mis piernas. Me había olvidado de la tan agradable sensación que me producía correr.

Claudia se echó a reír cuando me vio feliz. Y después la silla se volcó, David no vio el socavón y terminamos los dos en el suelo.

Disfruté hasta con el dolor de caerme.

—¡Daniel! —exclamó Claudia parándose a nuestro lado—. ¿Estáis bien?

Asentí con la cara pegada al suelo. Levantaron la silla y me ayudaron a sentarme.

—Lo siento —se disculpó David.

Yo solo me eché a reír. Aquella carrera me demostró lo que me estaba perdiendo por no poner suficiente empeño.

David y Claudia intercambiaron una sonrisa y me miraron.

Después de ese pequeño paseo mi amigo se despidió de nosotros diciendo que tenía entrenamiento y Claudia me llevó a casa. Bebimos agua y nos tumbamos en la alfombra de mi habitación. Desde ahí pude contemplar su perfil, su frente estaba perlada de gotitas de sudor. Al verla así, tumbada, con la boca entreabierta, me vino la imagen de la primera vez que tuvimos sexo. Deseé volver a recorrer su cuello, sus pechos y caderas con los dedos. Anhelé su suave piel.

Estábamos cerca, muy cerca. Ella volvió el rostro hacia mí. Nos miramos durante unos minutos, sin decir nada, en los que me debatí si hacerlo o no. Al final, hice el esfuerzo mental —a veces el más duro— de librarme de todos mis miedos. Acerqué mis labios a los suyos. Solo pude saborearlos en los recuerdos, porque Claudia se levantó de golpe.

—Creo que iré a casa a descansar un poco.

«Yo también estoy cansado», pensé. «Cansado de todo esto». 

Recuerdos de humoWhere stories live. Discover now