Capítulo N° 3

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Me desperté por el molesto sonido de un celular, así que maldije por lo bajo, prácticamente entredormido, mientras me refregaba los ojos. La luz ingresaba por las pequeñas rendijas del portón del garaje, así que solo resoplé y miré hacia mi derecha, no pude evitar tragar en seco cuando vi la espalda desnuda y el gran y hermoso culo de Christine en una lencería color mostaza. Se estaba vistiendo y, era consciente, sabía que estaba realmente mal observarla, pero me fue inevitable, tenía un culo precioso y una fina y delgada cintura.

Terminé por carraspear al correr la mirada mientras me desperezaba, en busca de que ella se vistiera lo más rápido posible.

—Buen día, bello durmiente —dijo ella con un tono de voz alegre—. Sí que tienes un sueño pesado, ¿eh?

—Soy el primero en levantarme siempre —respondí con un pequeño chasquido de lengua al sentarme en la cama, aún estaba algo estúpido y dormido, me di mis segundos para poder acomodar mis pensamientos y mi cabeza—. ¿Era tuyo el molesto sonido de llamada? ¿Quién te llama tan desesperadamente?

—Mi hermano —dijo con una risita—. Él es así, y si no le atiendes enseguida te llamará veinte veces más solo para que sepas que está enojado.

Giré para verla, tenía puesta la ropa con la que llegó a casa pero ya limpia y sin ese hedor a alcohol y cigarrillos. No entendía cómo podía usar esa minifalda negra con el frío que estaba haciendo, sin siquiera unas medias o algo, y lo único que tenía abrigándola era un tapado café.

—¿No tienes frío o algo? —le dije con una ceja levantada y ella giró para verme.

—Ahora sí, pero cuando salí y estaba bebiendo no sentía nada de frío —respondió con una extraña mueca torcida.

Suspiré al revolear mis ojos con indignación. Nunca entendería a las mujeres, preferían congelarse y verse bien que estar abrigadas, ¿por qué no podían ser como mi madre? Ella prefería su calor corporal y aún toda abrigada se seguía viendo hermosa.

Me puse de pie para poder buscar mi ropa en el placard, no le di mucha importancia a mi apariencia así que solo me puse un jogger gris y una sudadera negra que demostraba cómo se encontraba mi alma en ese momento –tenía una frase que decía «I wanna die» en el pecho–. Terminé por lanzarle una chaqueta abrigada a Christine para que se la pusiera, no quería que se enfermara y luego me culpara a mí por el frío de mi habitación o algo.

—Estoy bien, en serio —se quejó y me arrojó la sudadera de regreso.

—Cállate, si mi madre te ve así y sabe que tienes frío, a quien golpeará es a mí —dije y volví a arrojarle la sudadera.

Christine frunció el ceño y, en medio de refunfuños, terminó por quitarse su tapado café para poder colocarse mi sudadera sobre su camiseta ajustada rosada. Luego de estar ambos ya vestidos, la invité a desayunar junto a mamá, a quien ya podía oír en la cocina tarareando alguna canción.

Pequeños sorbos de téWhere stories live. Discover now