Uno.

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Hay momentos en nuestra vida realmente cruciales.

Puede ser que ese periodo de aproximadamente siete años llenos de confusión sea uno de ellos.

Saben a lo que me refiero cuando digo que la adolescencia se parece bastante a una montaña rusa. No podemos bajar hasta que termine el juego, un juego que suele ser bastante cruel. No importa si subes con miedo o con emoción, nadie se salva de gritar aunque sea una vez. Y es bastante engañoso, a veces sientes que el ruido que hace la montaña tapa tu propio grito y nadie lo escucha. Incluso puede pasar que los gritos de los demás se junten con el tuyo, y realmente no sabes si estás gritando tú o alguien más.

Esa batalla de siete años, para la mayoría de personas, tiene un enemigo en común: los padres.

Podría decirse que, para nosotros, ellos son como aquel repulsivo chico con gorra que te da las indicaciones antes de que inicie la montaña rusa, y cuando más emocionada te encuentras, te voltea a ver y dice: «No se permiten cámaras».

Vaya que son especialistas en hacer eso.

Pero el asunto aquí es que a mí nunca me importó realmente lo que ellos o cualquier chico de gorra tuvieran que decirme antes de subir a una montaña rusa, yo simplemente me llevaba la cámara escondida.

Nunca fui lo que se denominaría «una hija ejemplar». La primera vez que mandaron llamar a mis padres tenía más o menos cinco años. Había golpeado olímpicamente a Jennifer Olives por haberme llamado «cara de serpiente» mientras la maestra del jardín de niños charlaba con la directora.

Bueno, estarán pensando que no tener control sobre uno mismo a los cinco años es lo más natural del mundo, pero comienza a perder la normalidad cuando se van haciendo cada vez más y más constantes las llamadas a tus padres.

Alguna vez Henry Picker me llegó a preguntar si sabía qué materia daba aquella o aquel profesor (refiriéndose a mis padres), era tan frecuente verlos por ahí que yo simplemente comenzaba a odiarlo. Era molesto recibir las miradas severas de mi madre cuando pasaba de camino a la dirección, de cierta manera acrecentaba lo vomitiva que lucía la escuela para mí.

Cada que la luz de mi cuarto se encendía y mi madre me tenía que arrastrar fuera de la cama comenzaba una tortura real. Los tacones de la profesora entrando por la puerta sonaban como cada uno de los clavos de mi condena.

Pareciera que exagero. Lo sé. Pero tenía mucho tiempo para pensar en cuánto odiaba la escuela mientras la maestra repasaba una lección que no entendía y los números caían sobre el papel sin significado alguno.

La jornada no se aligeraba con mis compañeros. Esos pequeños demonios parecían contener más maldad de la que todos creían. Los causantes de que no levantara la mano en clase porque sabía que terminaría en una lluvia de papelitos que cuestionaban mi inteligencia, algo de lo que yo estaba segura que carecía.

Así, mientras las niñas de mi salón creían que algún día serían como su mamá o como su muñeca favorita, y los niños se creían un superhéroe invencible, yo me sorprendía por estar viva.

No hallaba ninguna cualidad en mí.

Sin poder de inteligencia, sin poder social, sin ternura y sin poder de belleza.

¡Ah! Por su puesto, eso último también es un tema importante.

Fue en séptimo grado cuando regresaba de la escuela, que mi papá decidió comprar un enorme espejo e instalarlo en mi cuarto. Recuerdo su gran sonrisa cuando me dijo: «Ahora puedes admirar esa linda cara».

¿Linda cara?, me pregunté, porque no había sido hasta ese momento que me di cuenta de que realmente tenía «cara de serpiente». Mi piel blanca parecía propia de un reptil al que le faltaba algo de sol, mis ojos, un poco caídos, lucían viscosos y, de alguna manera, repulsivos; yacían bajo unas cejas muy pobladas y negras, realmente detestables, una boca demasiado delgada, casi como si no hubiera labios ahí, por último, una delgada y alargada nariz, era la que más me recordaba a una serpiente.

Libélula: En busca de buenos amigos. ✨Donde viven las historias. Descúbrelo ahora