Veintidós

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La abuela me decía muy constantemente que lo que más admiraba de mí era la capacidad que tenía para pensar en el día de hoy. Según ella, las personas suelen sufrir más cuando no pueden concentrarse en el momento que viven y sólo se empeñan en mirar hacia el pasado o al futuro.

Aquello cruzaba mi mente cuando corrompía una de mis virtudes. Y es que, desde nuestro encuentro en el supermercado, era casi imposible dejar de preguntarme si la amistad entre la pelirroja y yo podría algún día repararse.

Avanzaba con suavidad por las calles de Edimburgo en busca de la tienda de materiales de construcción que había buscado en mi teléfono. Con los días me había soltado cada vez más y ahora utilizaba el auto de vez en cuando para asistir a la escuela. No sabía si sería una desventaja para mí haber aprendido a conducir en Escocia cuando regresara a Estados Unidos. Jamás en mi vida había tomado un volante antes del Mini Cooper, nunca pensé que cuando lo hiciera estaría del lado derecho del auto.

Y ahí llegó otro pensamiento preocupante. ¿Realmente quería volver alguna vez a Estados Unidos?

Toda persona con la que interactuaba adivinaba inmediatamente mi nacionalidad, de eso no había duda, pero, a pesar de que pensaran que era una turista, yo no sentía ningún otro país tan propio como el que vio nacer a mi querida abuela.

—¡¡CUIDADO!! —gritó una voz al tiempo que mis llantas rechinaban por haber frenado con brusquedad.

Muy importante: El volante no es un buen lugar para reflexionar esas cosas.

Afortunadamente mis reflejos no me fallaron y el peatón que atravesaba quedó intacto a centímetros de mi defensa. La gente había volteado asustada por el sonido, me sentía tan avergonzada que tardé un poco en mirar a la cara al peatón que se acercaba a mi ventana.

—¡Dios mío, Lindsay, casi me matas! —reclamó una voz conocida. Levanté la vista con cautela para toparme con un rostro inconfundible.

—Harry —dije aliviada quitando el seguro de la puerta del copiloto—. No puedo creerlo. Lo siento, de verdad. Sube, te llevo.

El chico recargó sus manos sobre el auto antes de voltear alrededor y notar que todos nos observaban. Asintió sonriendo y después corrió hacia la puerta para evitar detener más el tránsito.

—Así que ya tienes auto y estás suelta por las calles tratando de matar transeúntes —afirmó él mientras comenzábamos a avanzar y la situación disminuía su índice de incomodidad.

—No era mi intención —expresé cambiando la velocidad—. Tengo mucho en la cabeza últimamente.

—Yo también —comentó él suspirando profundamente.

—¿De verdad? Trabajando en el único supermercado de Pirefough con la chica que te gusta pero que está enamorada de otro... ¿qué podría preocuparte? —respondí soltando una risa discreta.

—Sí, muy graciosa. No olvides que casi me atropellas allá atrás —remarcó él girando los ojos—. Es precisamente ella la que me tiene así.

—No me digas, Harry. Todos tus problemas tienen nombre y apellido —dije sonriendo.

—¿Y los tuyos?

Me quedé un segundo pensando. Tenía razón, pero dejar que él notara que me afectaba tanto me resultaba demasiado tonto.

—No me has dicho hacia dónde vas —dije rompiendo el breve silencio incómodo.

—En realidad sólo salí a caminar un rato. No me importa acompañarte a dónde sea que vayas —comentó bajando el vidrio de su lado.

Libélula: En busca de buenos amigos. ✨Where stories live. Discover now