🌠Especial 150K: La soledad puede ser una actividad en conjunto🌠

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Ciento ochenta y dos días, pensó Patrick mientras cortaba un pedazo de papel de su libreta; perfeccionó el contorno con ayuda de una tijera y lo pegó con cinta adhesiva sobre el respaldo de su cama, junto con los otros ciento ochenta y un trozos, todos alineados sistemáticamente.

Llevaba ciento ochenta y dos días, en aquella dimensión paralela; ciento ochenta y dos días desde que olvidó su Vida Terrestre. Desconocía su apellido, su cumpleaños, su edad y, en general, todo lo que le confería una identidad. Solo le quedaba su nombre para diferenciarse de un ser humano cualquiera, para saber que existía como individuo. Tal vez su verdadero ser estaba oculto en lo más recóndito de su conciencia, pero el saber que se llamaba Patrick le daba la esperanza de que, algún día, recuperaría sus recuerdos.

—No sé quién soy, pero sé que existo.

Suspiró y se sentó en el bordillo de la cama. Despejó su rostro de los cabellos rubios que le llegaban hasta las pestañas, intentando aclarar su mente. Al no obtener buenos resultados, decidió salir de su Casita a ventilarse. Odiaba recorrer Pueblito, siempre se topaba con un montón de Suvhâe que no hacían más que preguntarle por su Vida Terrestre. Casi parecía que competían entre ellos por quien tenía menos posibilidades recibir una Kapzë. Patrick no le había dicho a ninguno de ellos que estaba a solo un paso de volverse un Zŭkhet; tenía la mayoría de síntomas de los Pacientes vegetalizados: entendía y manejaba el comărie casi a la perfección, a veces perdía los recuerdos de ese mismo Kosmos y su mente solo recordaba su nombre.

Hablar con los demás le produciría una amargura indescriptible, en especial si esa persona tenía una memoria funcional, cosa que era más que usual en ese Mundo, según le explicó el sujeto que fue a buscarlo hacía meses al Lugar Blanco. En ese entonces, el hombre le había propuesto unirse al grupo de Suvhâe que se encargaban de mantener el orden de Pueblito y ayudar a los Neófitos. Estaba compuesto de doce Pacientes y todos entendían el idioma de Quae Vox, por lo que tenían una memoria fallida y ni una gota de Energía para Canalizar a su Vida Terrestre u a otro Mundo. Patrick no había querido ser uno más de ellos, principalmente porque su labor consistía en interactuar con personas, una tarea que Patrick rehuía siempre que podía. Sin embargo, luego de unos días uno de los miembros recibió su Estrella, dejando un cupo libre que llenar. Las insistencias aumentaron, y Patrick estuvo a punto de ceder, pero la presión de convivir con otros Suvhâe, de tener que salir de su Casita y conectar con el mundo exterior, le asqueaba y lo ponía de mal humor. No sabía cómo hablar con los demás y tampoco sentía la necesidad de aprender.

Patrick era solitario por decisión propia. Se acompañaba de sus pensamientos y si se sentía más solo de lo normal, leía alguno de los libros que se había traído consigo. Los libros eran amigos leales, pacientes y eternos.

Tomó su ejemplar de El principito y salió en dirección a las Afueras del lado oeste, en donde había descubierto un enorme árbol que le confería sombra para leer.

Mientras pasaba por el centro de Pueblito, notó que había más gente de la habitual; se había formado un conglomerado de Suvhâe junto a la fuente de agua y charlaban de forma muy entusiasmada. Por un ligero instante, pensó en unirse, pero algo lo detuvo y lo obligó a avanzar, algo siempre lo detenía a la hora de socializar.

—¡Eh, Patrick! —oyó que uno de ellos decía. Sintió una mezcla de confusión y alegría al enterarse que alguien sabía su nombre.

Se acercó a los demás que tenían puesta su atención en otra cosa. Específicamente, un adolescente.

—Mira, este es el otro niño de tu edad que hay —explicó el hombre señalando a Patrick—. Será uno de los encargados así que puede ayudarte.

—Preferiría arrancarme los párpados con un par de tijeras —respondió este ceñudo.

—¡Qué gráfico, hombre! —exclamó el chico. Enseguida soltó una risa; se levantó de un saltito y quedó frente a él—. Soy John, acabo de llegar.

—Felicidades.

—Yo dije que este niñito no iba a querer ayudarlo, Dave —repuso una mujer cruzándose de brazos—. Siempre anda solo, quejándose.

—Lamento que mi depresión le amargue la existencia —escupió Patrick con una sonrisa malintencionada.

—Ante cualquier duda, ven a mi Casita y te ayudaré —continuó la señora sonriéndole a John—. Albert —pronunció con los ojos cerrados y los brazos estirados; al instante, desapareció.

—¡Uau! ¿Qué ha sido eso? —preguntó John asombrado—. ¡Muchas gracias a todos por la bienvenida! —agradeció a los demás, casi a modo de despedida. Patrick se preguntó cómo podía ser tan amable.

Odió y envidió su carisma.

No quiso seguir allí por más tiempo y se alejó sacudiendo la mano, sabiendo que ninguno de los presentes le respondería. Tampoco quería que lo hicieran, o al menos eso se decía. Prefería desagradar por ser un antipático a desagradar porque su conducta normal era digna de repulsión.

Caminó alrededor de veinte minutos hasta llegar al río y de no ser porque unas manos lo tomaron de los hombros, se habría caído de bruces en el agua.

—¿Acaso quieres bañarte? —le preguntó John cuando Patrick se dio vuelta a examinar a su salvador.

—¿Me seguiste hasta acá?

John asintió con una sonrisa.

—Estabas tan concentrado en tu libro que ni te diste cuenta —dijo con diversión—. Parece que leer te desconecta del mundo.

—No, me transporta a uno mejor.

—¿Mejor que este? ¡Pero si aquí es grandioso! Me dijeron que todos los días son igual de bonitos que este.

—¿Siempre eres tan irritante?

—En realidad no lo sé. —La sonrisa de John se desvaneció—. No recuerdo mucho de mi vida terrenal.

—Vida Terrestre —le corrigió Patrick con amabilidad. De pronto, se sintió mal por borrar la sonrisa de su rostro. ¿Por qué no podía ser simpático como John lo estaba siendo?—. Yo no recuerdo nada. Por eso odio aquí, este lugar me arrebató quién soy.

—No te pongas filosófico, los filósofos y los poetas siempre son almas incomprendidas.

—¿Cómo puedes estar tan feliz? —refunfuñó Patrick—. Estamos en coma.

—Ya lo sé, pero... No sé cómo explicarme... Simplemente me siento feliz. No entiendo por qué. Me siento ligero y liviano, pero a la vez completo. No recuerdo cómo solía sentirme, pero sé que nunca me sentí de esta forma. Es una sensación mágica, me hace feliz.

—¿Pero no te molesta no saber quién eres?

—Ya te lo dije: soy John.

—Sí, pero... ¿qué te gusta hacer, cuál es tu color favorito, crees en Dios, tienes hermanos? Son tantas cosas...

John le sonrió.

—Me gusta conversar contigo y conocer a otras personas, el azul claro de este cielo definitivamente se ganó mi corazón, creo que aferrarnos a un ser poderoso que vive en el más allá nos quita tiempo para interactuar con los demás en el aquí, y tengo un hermano, si tú quieres serlo.

—¿Yo? ¿Por qué yo? —preguntó Patrick anonadado.

—Somos los únicos adolescentes aquí, deberíamos apoyarnos.

—Aguarda por otro Neófito y pídele hermandad a él o a ella.

—Sí, pero quiero que seas tú —repuso John con una media sonrisa—. Además, necesito a un guía que me explique todo este lugar. Y tiene que ser rubio, alto y muy asocial. Son los requisitos del reglamento que me acabo de inventar.

—¿Por qué querrías estar más tiempo con un amargado como yo? ¿No oíste a los demás Pacientes? Me gusta la soledad.

—Yo pienso que la soledad puede ser una actividad en conjunto. Solo que nunca lo has intentado. ¿Me permites acompañarte a estar solo?

Decirle que sí fue la mejor decisión que tomó, porque ese día ganó un mejor amigo. Un hermano que siempre estaría ahí para él. 

Coma (Entre comillas, #1) [¡Disponible en las principales librerías de Chile!]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora