4O | THE NEW WORLD

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EL NUEVO MUNDO.

•••

—Hoy ha venido tu padre —dije—

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—Hoy ha venido tu padre —dije—. Se preguntaba dónde estabas. Pensó que probablemente te escapaste del Santuario y viniste aquí, para estar conmigo —ladeé la cabeza—. Entonces le guié hacia donde estoy yo ahora. No hizo falta decirle nada más. Lo comprendió sin más.

Me abracé a mi mismo y miré la cruz de madera que estaba frente a mí. No me sentía estúpido por hablarle a dos trozos de madera, tenía la sensación de que aunque ella no estuviera podía escucharme de alguna manera.

—Se fue de Alexandria y vino al cabo de un par de horas —sonreí amargamente—. Traía consigo la caja en la que guardamos las fotos que nos hicimos la primera noche que pasamos juntos. Terminé por explicarle toda nuestra historia —sollocé—. Porque ya da igual que tu padre sepa qué sucedía exactamente con nosotros. Lo aceptó sin más. Me agradeció que te hiciese feliz y después volvió a irse, sumido entre las lágrimas —pasé la mano por mi rostro para limpiarme las lagrimas e inhale una enorme bocanada de aire—. Te echo tantísimo de menos, no sabes lo difícil que es levantarme sabiendo que no podré volver a abrazarte, a besarte o simplemente verte sonreír.

Cuando ella murió sentí dolor. Demasiado dolor. Pensé que no podría soportarlo. Recuerdo que mi padre trató de separarme de su cuerpo pero yo sé lo impedí entre lágrimas.

Fui yo quien clavé el cuchillo en su sien, quien envolvió su cuerpo con una sábana blanca y quien cavó su tumba para después meterla en ella.

También pinté su nombre en el muro de Alexandria, donde estaban todos los demás caídos, ya fuera en combate o no.

Habían pasado un par de días desde la muerte de la pelirroja. Todo el mundo sabía mi historia con Aira por lo que me miraban de una forma peculiar que hacía que todavía me sintiese peor.

Apenas comía y bebía, me pasaba los días tirando en la cama, sentado frente a su tumba o contemplando nuestras fotos. Ni Michonne ni mi padre quienes estuvieron conmigo de principio a final sabían que hacer para que siguiera adelante.

—No puedo dejar de pensar en ti. ¿Por qué tuviste que dejarme?

"Somos leyendas, Carl.
Y las leyendas nunca mueren."

Éramos leyendas, Aira. Tú lo dijiste. Se suponía que las leyendas nunca mueren. Entonces, ¿por qué tú sí?

Limpié las lágrimas que empapaban mi mejilla y cogí una bocanada de aire para intentar tranquilizarme.

—Siento no haber podido protegerte durante el resto de nuestros días —seguí hablando—. Por haber roto la promesa que te hice, esa que hicimos en el cobertizo, sobre sobrevivir juntos y permanecer unidos, como la familia que supuestamente éramos. Lo siento, tanto. Siento que estés ahí —bajé mi cabeza—. Siento todo esto.

Oí unos pasos y alguien se situó a mi lado. No miré quien era. La persona que estaba junto a mi llevó su mano a mi espalda y la frotó con suavidad.

—Siento que se haya ido —dijo Enid—. Se que la querías.

—Yo también —respondí limpiándome la mejilla con la manga de mi camisa. Después volví a mirar a la cruz de madera y ambos guardamos silencio por unos minutos, hasta que yo decidí romperlo—. Creo que todo el mundo sospechaba que la quería.

—No todo el mundo. Pero yo sí —Enid me miró—. Cuando la mencionabas algo en tu rostro cambiaba. Me hacía comprender que ella era importante para ti. Ni tú te mereces estar así ni ella se merece lo que le ha pasado —dijo y le dirigí una mirada—. Te mereces ser feliz de una vez por todas, Carl.

—Lo fui por un tiempo —señalé la tumba con la cabeza y sonreí con tristeza—. Trataré de serlo de nuevo.

Enid, tras dejar un beso en mi mejilla me dirigió una mirada.

—Te dejo solo.

Asentí con la cabeza y Enid giró sobre sus talones y comenzó a andar alejándose del pequeño cementerio.

—En —la llamé y sus pasos se detuvieron.

—¿Sí?

Giré la cabeza y le dirigí una mirada. Ella hizo lo mismo.

—Gracias.

La castaña esbozó una pequeña sonrisa, diminuta que connotaba cierta tristeza y siguió andando hasta salir del cementerio.

Permanecí en silencio un par de minutos con la mente en blanco, perdido en mis propios pensamientos hasta que alguien consiguió sacarme de ellos.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—¿De qué hubiera servido? —respondí con voz baja—. Tal vez solo hubiera empeorado las cosas. O nos hubierais impedido estar juntos. —continué hablando con el mismo tono de voz—. No importaba. Nos gustaba escondernos. Nos divertía en cierto modo.

—Carl, jamás te hubiera impedido estar con alguien a quien amabas. Da igual quien fuera, nunca te lo hubiera impedido.

Ladeé la cabeza y le dirigí una mirada a mi padre. Él hizo lo mismo y yo dejé de mirarle para volver a mirar la tumba de la pelirroja.

—Es bueno saberlo.

Mi padre puso una mano sobre mi hombro y yo cogí una bocanada de aire. Como si él supiese que algo iba mal o que rompería a llorar, me estrechó contra su pecho y comenzó a acariciarme la cabeza.

Comprendí que no era bueno amar. No era bueno hacerlo en un mundo en el que realmente nada es para siempre.

—¿Por qué aquello que más amamos es lo que más nos destruye? —pregunté en mitad de un sollozo.

La frase provocó que mi padre me separase de su cuerpo y me agarrase con suavidad de los hombros.

—Porque a veces, el amor funciona así —respondió—. Las cosas que más amamos son las que más nos destruyen porque con poco que le pase a esa persona rompe una pequeña parte de nosotros.

No respondí, siempre confié en mi padre y lo que decía tenía mucho sentido, al menos así quería creerlo. Amé tanto a Aira que su muerte me destrozó por dentro de una manera casi radical.

—Todo el mundo hizo algo, para ganarse nuestro corazón, confianza, cariño y afecto. —dijo tras unos minutos en silencio—. ¿Qué hizo ella?

Ladeé la cabeza, dirigiéndole una mirada y esbocé una sonrisa triste.

—Ella me mostró el nuevo mundo.

El Nuevo Mundo || Carl Grimes Donde viven las historias. Descúbrelo ahora