7. El aullido de los robles

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—¿Quién anda ahí? —preguntó una cuarta voz, mucho más cascada, más grave, más rota.

Michelangelo Della Rovere, apoyado en su caro bastón de mango de plata, observaba la escena desde la ostentosa entrada a su palacio, ajustándose sus gruesas gafas de montura invisible.

Quise responder y decir que se trataba de la mí, la sobrina-nieta del sacerdote que regentaba la iglesia que había en sus terrenos, la que siempre estaba sentada en el muro del cementerio cuando él aparecía todos los domingos, arrastrando los pies, sin poder mantener el equilibrio, aunque no tenía voz para hacerlo.

Sus tres sobrinos, a cada cual más guapo, me rodeaban, impidiéndome descubrirme completamente ante él, aunque tampoco sabría cómo hacerlo.

Fue Valentino el que dio un paso atrás antes de girarse hacia su tío, con su seriedad habitual, como si nada le importara.

—La niña del cementerio —escupió, como si le desagradara mi presencia.

Michelangelo se ató en un lazo perfecto su bata de seda color borgoña, levantando la barbilla a la vez que me observaba, curioso.

—No soy una niña —gruñí entre dientes, ofendida.

Dante emitió un sonido parecido a un intento de risa, como si lo que hubiera dicho fuera gracioso.

—Claro que no, amore —me susurró Alessandro, colocándose sobre mi hombro, acariciando mi oreja con su fría nariz.

Di un respingo, apartándome de él. Indudablemente, disfrutaba de ser un descarado.

Valentino se giró hacia su hermano para fulminarlo con la mirada, para que éste levantara las manos a modo de rendición, con una enorme sonrisa dibujada en el rostro, visiblemente divertido.

—Ah, Barbara De'Ath —dijo el anciano, estirando el brazo en mi dirección—. Tu abuelo hablaba mucho de ti.

Abrí los ojos con sorpresa. Nunca nadie me había dicho que Michelangelo y mi abuelo eran cercanos el uno con el otro.

Él había muerto cuando yo tenía siete años, así que podría habérmelo contado y yo no lo habría recordado, aunque nadie me lo había vuelto a decir. Él era mi mejor amigo, la persona que más me quería en el mundo y a la que yo más había querido.

Sentía el vacío en mi corazón que su fallecimiento había provocado. Él había estado solo desde que su mujer, mi abuela, desapareció una noche de otoño en el bosque. Nadie la había encontrado, ni viva, ni muerta, y eso había destrozado a mi abuelo, que fue a vivir con Julius, su hermanastro, en las dependencias de la iglesia, el lugar donde los visitaba todas las tardes, tras salir del Golden Caffé. Tal vez fue entonces cuando conoció a Michelangelo, aunque no podía estar segura de ello.

—Sí, soy yo. Estaba dando una vuelta —solté, levantando una mano, como si le estuviera saludando.

Dante alzó una ceja, desafiante, sabiendo que estaba mintiendo, aunque no estaba dispuesta a decir que había oído un grito de mujer repetirse, por lo menos, tres veces, desde detrás de aquellos robles que protegían el palacio.

—¿Te apetece un café? Hace tiempo que no tengo compañía —propuso Michelangelo, mostrando una sonrisa fraternal.

Miré descaradamente a los tres que me rodeaban, pensando en si ellos no serían suficientemente personas como para que su tío no los considerara compañía. Tal vez no lo fueran. Al menos Valentino, porque parecía una piedra. Preciosa, pero, al fin y al cabo, una piedra.

—No quiere nada —se me adelantó Dante, mostrando sus evidentes ganas de que me quedara.

Arqueé una ceja. No tenía ni idea de que pudiera decidir por mí alguien al que ni siquiera conocía.

DanteWhere stories live. Discover now