31. La tercera desaparecida

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A pesar de que mis párpados se sentían pesados, logré abrir los ojos, cegada por la excesiva luz que se colaba por los inmensos ventanales de aquella gran habitación.

En algún momento de la noche, bajo el robusto brazo del hombre más fascinante que había conocido jamás y venciendo a mi hiperactividad nocturna causada principalmente por la cercanía de Dante Della Rovere, había logrado quedarme dormida.

Llevé una mano a mis labios para limpiar la humedad en la comisura que dejaba claro que había babeado sobre la mullida almohada del hombre a mis espaldas, aunque intenté no hacer ningún movimiento brusco, pues no quería despertarlo.

Dante todavía seguía abrazado a mí.

No me había mordido a pesar de que hubiera tenido infinidad de ocasiones de hacerlo, lo que también me hacía pensar que habría podido desahogar su impotencia sexual conmigo en algún momento de la noche y se había resistido ello, por mi bien. O tal vez por el suyo.

—Barbara —susurró en mi oído a la vez que enterraba su nariz en mi pelo, provocando que mi corazón diera un vuelco.

No supe reaccionar adecuadamente a aquel inesperado movimiento, así que lo que hice fue quedarme callada, con la mirada fija en el sillón en el que se había pasado más de dos horas deleitándose con la lectura.

Él tampoco se inmutó. No estaba segura de si seguía dormido o, por el contrario, realmente disfrutaba de oler mi cabello, pero claramente no se estaba apartando de mí.

Tal vez fueran las ocho de la mañana, debido a la débil luz solar que se colaba por las ventanas, o a lo mejor eran las doce y estaba claramente nublado, como era habitual en Aurumham y probablemente en toda Inglaterra.

—Barbara —repitió, seguido por un murmullo que no logré escuchar con claridad, dejándome claro que sí que estaba dormido.

No sabía qué hacer. ¿Sería malo despertar a un vampiro dominado por la luna llena de repente?

Sea como fuere, lo hice, poniendo una mano sobre la suya e intentando separarla de mi cuerpo.

No me sorprendió que estuviera tan frío. Me había acostumbrado de una forma extraña a su falta de calidez y, para nada, creía que aquello le hacía ver menos atractivo, o menos humano.

Sin embargo, él no era humano.

—Dante... —murmuré, intentando captar su atención, aunque tal vez había hablado demasiado bajito, pues no se inmutó.

Suspiré, atrapada entre sus brazos, dándome por vencida en mi primer intento, tal vez porque aquello no era tan desagradable.

Sentía su pecho pegado a mi espalda y cómo sus piernas, todavía vestidas, acariciaban las mías con ligereza, aunque las sentía tan pegadas a mí como su fuerte brazo, que rodeaba mi cintura con posesión.

Nunca había dormido con un hombre y probablemente tampoco hubiera pasado tanto tiempo agarrada a nadie y, a pesar de ello, no me sentía incómoda, en absoluto. Dante carecía de la calidez que mi cuerpo desprendía, aunque, por esa misma razón, me sentía a gusto, lejos de tener frío o calor. Y aquello me parecía, a la par, maravilloso y totalmente desconcertante.

—¡Mierda, Dante, sal ya! —gritó una voz tras la puerta tras intentar abrirla.

Mi corazón casi estalló en aquel instante y no pude evitar sobresaltarme, intentado girar mi cabeza hacia atrás, aunque, en esa postura, no parecía para nada sencillo.

El vampiro que me abrazaba gruñó, retorciéndose ligeramente justo antes de averiguar que seguía pegado a mí.

Y, en menos de una milésima de segundo, ya no se encontraba a mi lado.

DanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora