14. Rosas negras

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Decenas de hipócritas cruzaban las puertas de la Iglesia con una falsa triste sonrisa, recibidos por el único hombre que no podía juzgar aquel acto de inmensa falta de empatía.

Ada y Audrina, las dos hermanas pequeñas de Amanda Cooper, se abrazaban, apenadas, junto al ciprés bajo el que yo solía escribir, siendo la imagen más pura que había en aquel lugar y probablemente la única que involucraba sentimientos reales. Todos las miraban, aunque nadie se atrevía a acercarse, pues todos preferían mirar a otro lado antes que empatizar con dos niñas que acababan de perder a su hermana. Para siempre.

Me refugié junto al muro, pegando la espalda a la fría pared de piedra, observando la fila de vecinos que se adentraban en la iglesia, saludando sin emoción al sacerdote que, junto a la puerta, hacía leves reverencias hacia cada uno de los individuos que le dedicaban alguna palabra.

Levanté mi mirada hacia el cielo nublado, por el que algunos débiles rayos de sol habían conseguido penetrar, iluminando distintos puntos que mi vista no llegaba a alcanzar desde aquel punto, exceptuando el alto campanario que había sido durante años el lugar favorito de mi abuelo, pues toda la ciudad quedaba expuesta desde aquella altitud, aunque nadie podía verte a ti. Subir los trescientos veintiséis escalones hacia la campana mayor, que hacía años que ya no sonaba, te hacía sentir que tenías el control de todo Aurumham.

—Lo llaman el campanario de los muertos —pronunció una grave voz a mi lado, colocándose a mi altura a la vez que vocalizaba aquellas palabras con terquedad.

Me giré hacia él, sin poder evitarlo, aunque no me había sorprendido, en absoluto, por su intromisión.

Algunos mechones de su cabello dorado como el reflejo de los últimos rayos de sol sobre el mar más oscuro caían sobre su frente desordenadamente hasta el roce con sus pestañas espesas aunque claras, que ocultaban aquellos ojos del color de las aceitunas, tan bellos como todo su ser.

Ya me había acostumbrado al hecho de quedarme embobada analizando todos sus rasgos perfectos, pues era tan difícil comprender que alguien tan hermoso fuera real, y a él parecía agradarle sobremanera el hecho de que lo hiciera.

Era tan creído que no merecía que me quedara observando su inmensa belleza, aunque, para mí, era inevitable.

Parecía un ángel.

—Julius comentó que muchos escoceses se suicidaron desde ese campanario antes de ser capturados por el ejército inglés —mencioné, recordando aquellas palabras que el hermanastro de mi abuelo tantas veces había repetido.

Dante bajó la mirada, girando la cabeza ligeramente para poder observarme a mí.

La frialdad de sus ojos, como siempre, era intimidante, aunque, de alguna extraña forma, no podía evitar sentir mucho más que inquietud. Parecía que no quedaba nada en su interior, como si su alma hubiera muerto mucho antes que su cuerpo, y aquello me intrigaba casi tanto como me atraía. Era el reflejo de un tormento interior que batallaba con él desde hacía tiempo, aunque, a la vez, un signo de rendición, como si se hubiera cansado de ser humano.

—Tu amigo quería arrestarme esta mañana —dijo, bajando su mirada durante un breve lapso de tiempo a lo que creí que eran mis labios.

Sentí cómo mi corazón se aceleró con aquel pensamiento y fui yo la que apartó la mirada esta vez para volver a mirar el campanario, aunque no supe por qué.

—No es mi amigo —sentencié, para después apretar los labios.

—¿Por qué me encubres, Barbara? —preguntó de pronto.

Mi nombre pronunciado por aquella hermosa voz aterciopelada me erizó todo el vello de mi cuerpo y sentí cómo mi corazón se aceleraba de nuevo. Era indescriptible lo que me hacía sentir aquel hombre, porque, desde luego, era mucho más que intimidación, mucho más que una simple atracción curiosa hacia su persona.

DanteDove le storie prendono vita. Scoprilo ora