Parte 4. Solo yo.

62 6 1
                                    


Dalia es como una mosca de esas que revolotean a tu alrededor y que no hacen más que incordiar todo el rato. Ojalá pudiera quitármela de encima a ella también, pero eso es imposible. Cuando llegamos al purgatorio, la más absoluta oscuridad nos abraza en un intento de mantenernos enjauladas. Es solo una medida disuasoria para que las almas, normalmente vulnerables y asustadizas, permanezcan aquí y no traten de volver a la Tierra. Únicamente las valientes como yo ―y como Dalia, supongo― marchamos a vagabundear por el plano de los vivos.

―No vas a poder hacerlo ―me repite Dalia, en su habitual tono burlón.

No le hago caso y sigo mi camino entre la oscuridad porque sé muy bien hacia donde me dirijo.

―No conozco a nadie que lo haya logrado ―insiste.

―Lo que no significa que no sea posible.

Pasamos cerca del ascenso al Cielo. Un alma solitaria vuela sobre nuestras cabezas mientras al menos otro centenar observa desde donde estamos nosotras, soltando aullidos de sorpresa, vítores y cantos al Señor. Ilusos. Todavía piensan que algún día serán ellos los llamados para regresar al Paraíso. Poco probable a mi modo de ver.

―Observa esto ―le cuento a Dalia, no porque quiera compartirlo con ella, sino porque siento la necesidad de convencerme a mí misma una vez más. Hemos pasado a través del tumulto de las almas desesperanzadas y ahora la negrura es menos espesa, aunque igual de perturbadora. Estamos frente al Libro Que Todo lo Sabe. Paso las páginas con eficiencia, porque sé exactamente lo que voy a encontrar―. Siete minutos. ¿Lo ves?

Dalia observa con dificultad hacia donde mi dedo índice le propone lectura.

―El cuerpo de un humano se mantiene funcional alrededor de siete minutos tras la muerte. Lo que dota de una oportunidad a una nueva alma para ocupar el lugar de su predecesora, en el interior del cuerpo moribundo.

Dalia entrecierra los ojos y espera a que siga hablando. Lo hago. No es de buena educación hacer esperar al público.

―Pero no te puedes introducir en cualquier cuerpo, solo en aquellos que hayan escapado de la muerte al menos tres veces.

―¿Estás segura de eso? ―me pregunta. A veces pienso que Dalia es tan vieja, que lleva aquí tanto tiempo, que tal vez haya olvidado cómo se lee. O quizá nunca le enseñaron, quién sabe.

Detrás del atril que sostiene el Libro Que Todo lo Sabe se extienden unas quilométricas estanterías repletas de otros libros que conforman pasillos infinitos en los que uno no querría perderse. Cada tomo contiene la vida de una de las almas que habitan la Tierra y se van escribiendo a medida que el tiempo pasa, y hasta el momento de la muerte del sujeto en concreto. Camino entre las librerías y Dalia me sigue. Cuando encuentro el tomo que corresponde a Vera, lo extraigo y paso las páginas sin prisa.

―Aquí está ―le digo―: el momento en el Vera estuvo a punto de morir por primera vez. ―Dalia observa por encima del hombro―. Tan solo era un bebé cuando el coche de sus padres chocó con otro en un cruce. Dieron una vuelta de campana e inexplicablemente, no le pasó nada. Ni un solo rasguño.

―¿Y eso es suficiente?

―No, claro que no. ―Hago un aspavientos, molesta―. En otra ocasión metió la mano en la pecera para alcanzar una lámpara encendida que se había precipitado en su interior y otra vez...

―Vale, vale. Lo entiendo. Ha burlado a la muerte en varias ocasiones.

―Eso es ―digo, casi con entusiasmo.

Entonces camino un poco más y la guío hasta encontrar el libro de Lucas. Él también ha estado cerca de la muerte más veces de las que le gustaría.

―¿Ingestión de pastillas?

―Por error. Tenía solo seis años y pensaba que los antidepresivos de su padre eran caramelos. Tuvo suerte de que se dieran cuenta a tiempo y lo llevaran al hospital.

―En todo caso... ―duda Dalia―, tienen prioridad las almas del Paraíso.

Cierro el libro de un solo golpe, enfadada. Las almas del Paraíso, ¡siempre las almas del Paraíso! ¿Qué han hecho ellas para merecer una reencarnación que no haya hecho yo? ¿Qué las haces mejores que los demás? Trato de controlarme porque no tiene sentido enfadarme por algo que no puedo solucionar desde mi posición de alma errante.

―Tal vez ellas tengan prioridad, pero yo no voy a esperar a que venga nadie a decirme cuándo es mi turno ―concluyo, exasperada. Es mi ocasión para regresar al mundo de los vivos y yo lo sé. Solo tengo que esperar al momento adecuado para ocupar el cuerpo de cualquiera de vosotros. De estar en vuestro lugar, yo no bajaría la guardia. Las Almas Errantes acechan en cada rincón y están ansiosas por sustituiros en vuestras propias vidas.


Erika desde el más allá (Completa)Where stories live. Discover now