VI- Canción del adiós

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Cada corazón iluminado por los primeros rayos del sol poseía su propia fuerza, incluso los de los muertos al otro lado del muro

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Cada corazón iluminado por los primeros rayos del sol poseía su propia fuerza, incluso los de los muertos al otro lado del muro.

Aquellos que, a pesar de todo, sufrían más que nosotros.

Así pensaba Ágata, siempre ignorando sus alaridos u olores pútridos. Su esperanza recaía en que podríamos ayudarlos, sin importar el costo.

—El amanecer está cerca —dije, dando el último paso—. Cuando las sombras desaparezcan, ellos vendrán.

—¡Ella quería que estuvieras a salvo! ¿Dejarás que su sacrificio fuera en vano? —gritó Elías por mi radio.

Tomé la guitarra que descansaba en mi espalda sin dejar de verlos. Los recuerdos del pasado permanecían en la bruma del mañana, dominado por los cadáveres que a la vista de Ágata, nos necesitaban.

—Son fantasmas existiendo a nuestro alrededor —susurré—. Vestigios de los humanos en el oscuro pasar del tiempo.

Al iniciar los problemas, Ágata y yo huimos con seis más, a fin de llegar a la zona protegida.

Ahora, quedaba uno; uno que estaba harto de correr.

Los vivos lanzarían un último ataque aéreo hacia aquellos que destrozaron sus vidas, llevando el fuego del amanecer. Haim me advirtió de la locura que cometía viniendo aquí, pero no importaba. Era para ella.

La música resonó a través de los jadeos y sollozos que se voltearon hacia mí. Avancé por el muro, esperando que me escuchara.

—¡La poca fuerza que me queda es gracias a ti, querida! —Esquivé las manos dirigidas a mis tobillos, sin dejar de tocar—. ¿Escuchas esto? ¡Cumplo nuestra promesa! ¡Regresemos a la canción que nos pertenece!

Su sueño, que siempre fue uno bello, se transformó en una pesadilla. Y todo era culpa de los muertos.

Entonces, la encontré, justo a la par de la pared. Me detuve, observándola, tan bella como la primera vez.

—Tú decías que para ser humanos, necesitábamos esperanza y consuelo —susurré, agachándome un poco—. Que tal vez, los muertos aún recordaban.

Los primeros aviones se hicieron presentes en el horizonte. Al mismo tiempo, la voz de Haim resonó por mi radio, prepotente y furiosa como siempre.

—¿Sigues ahí? ¡Esa no es Ágata! ¡Aléjate!

Ella estiró una de sus manos, intentando llegar hasta donde me encontraba.

—A pesar de todo, ¿lo harás? —respondí, aguardando.

—Puedes pasar tus días viviendo o muriendo. Yo decidí vivir cueste lo que cueste —dijo él—. Fue mi culpa que se alzaran; los maté y los mataré de nuevo.

Miré a Ágata, sonriendo. Después de tantas canciones al amanecer, llegaba la hora de nuestra melodía final. La guitarra era la voz que todos necesitaban, aquella que llevaría promesas y consuelo a todo humano, en el alba o el crepúsculo. Esas almas que, al final de nuestros tiempos, se volverían simples memorias.

Terminé la canción y sin pensarlo, salté. No importaba nada alrededor; ni las manos que jalaban mi instrumento ni los aviones cada vez más cercanos. En ese instante, solo éramos Ágata y yo, a quien abracé.

—Aquí acaba nuestra historia: con las canciones de los muertos.

Canciones de los muertosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora