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ANA

Me dirigí hacia una luz que se veía lejana. Supuse que si no era un kilómetro y medio de camino, casi le llegaba. Salté troncos en el piso, esquivé árboles con los que casi tropiezo. Al ver el suelo, me di cuenta que mis pies están marcados en el barro. Con una decisión precipitada, me quité mis zapatos y los tiré. Al rato comencé a correr de nuevo. Debía llegar rápido a esa luz.

Pasados quince minutos estaba tan cansada que decidí descansar un poco. Me recliné y puse mis manos en las rodillas. Al ver hacia atrás me percaté que alguien con una linterna se detuvo donde había dejado mis zapatos. El grito que surgió después me dejó tan helada como el aire mismo:
    —¡ANA!
    La voz es la de José.

Corrí lo mejor que pude hacia la luz que tenía enfrente. El bosque cada vez se cerraba más en mi alrededor. Pero, para mi desgracia, sentía a José cada vez más cerca. Salté más troncos, esquivé más árboles, tropecé una vez y me levanté enseguida. Cuando ya casi llegaba, sentí que me tomaban del pelo y me lanzaba hacia el suelo con una furia inusitada. Feroz. Hasta felina. El dolor me atenazó todo el cuerpo al caer encima de una roca. José, jadeando, se levantó y me agarró nuevamente del pelo y me puso en pie. Yo hice una mueca de dolor y él, como si nada, intentó cargarme. Pero le fue imposible, una empresa gigante. Me tiró de nuevo al piso y me lanzó un puntapié en mi estómago. Se me fue el aire y empecé a jadear mucho más rápido. Al final, cuando él está con las manos en las rodillas, tratando de tomar todo el aire que expulsó en su corrida de vuelta a sus pulmones, alcanzó a articular ciertas palabras:
    —No... Debis... te... huir. —Fue todo lo que dijo, e inmediatamente saca una navaja pequeña de su bolsillo trasero de la bermuda que tenía puesta. Yo, con miedo, traté de levantarme y correr. No podía. Estaba cansada y con las rodillas y las piernas doloridas por las corridas y las caídas. La derecha me sangraba. Al final, dije:
    —No pensaste que me quedaría encerrada... —Y me fui levantando poco a poco, sabiendo que si no corría mi vida no tendía la oportunidad de sentir más la luz de un sol—. Ha sido un completo error lo que has hecho.
    —Ja, ja, ja. El error lo acabas de cometer tú —después, con una rapidez de las que no te dan margen para moverte hacia ningún lado, se abalanzó hacia mí con un grito de furia, de rabia contenida al ver que su presa no estaba donde la había dejado. La pregunta que me atenazaba la cabeza era: ¿cómo logró salir? La respuesta, mientras se abalanzaba, tomó luz. De su bolsillo derecho colgaba una máscara contra humos.
    El primer golpe lo sentí en mi lado derecho de la cara, luego uno en el vientre y el último en mi espalda. Al final, caí. Inevitablemente caí al suelo, presa del dolor. Cuando me levanté de nuevo, mi mejilla sangraba. Después fui yo la que atacó. Me lancé con toda la fuerza que tenía y le di dos patadas en el vientre. Cuando se calló encima de la roca donde yo misma lo había hecho tiempo atrás, el objeto pulsante salió de su mano y yo corrí a por él. Cuando lo tuve en mis manos él retrocedió en el suelo lleno de barro. Su ropa y la mía arruinadas completamente. Yo me fui acercando y, de un momento a otro, él enredó sus pies con los míos, haciendo que cayera al suelo. También lo solté y José lo tomó. Me levanto y, teniéndome de espaldas, me dijo pocas palabras en el oído:
    —Ahora sí vas a morir. Tal y como lo querías.
    Un dolor punzante me agarró en mi parte baja de los riñones. Un líquido cae de allí, y yo pierdo poco a poco el conocimiento por el dolor. Lo último que veo es a José, luego los árboles que dan vueltas a mi alrededor. Creí que iba a morir, y tal vez que deseaba morirme. 

Yo viviré en tiWhere stories live. Discover now