Capítulo 2

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A Crowley le gustaban los supermercados.

La distribución laberíntica, los productos de la canasta básica al fondo rodeados por un montón de cosas innecesarias que hacían que los humanos perdieran el buen juicio al verlos- ¿Quién necesitaba protectores de cables de cargador con forma de animalitos tiernos, o un colocador de calcetines para no tener que agacharse?-; los perversos trucos mentales llamados "ofertas", y esas golosinas, chocolates, revistas y bebidas azucaradas cerca de las cajas, eran simplemente ingenio y maldad pura.

Aunque podía aparecer fácilmente el mandado con un chasquear de dedos, Crowley prefería por mucho adquirir los artículos de forma personal en ese fantástico lugar diseñado por los humanos como una perfecta fuente de tentación.

Su carrito contenía un par de botellas de vino importado, un nuevo pulverizador, una bolsa de suplementos vitamínicos para sus plantas- que no los necesitaban, pero la llevaba porque Azirafel le decía que merecían un "refuerzo positivo" para sobrellevar su estresante existencia- y algunas manzanas Royal Gala, rojas y bonitas.

Ahora se encontraba en su sección preferida: Tecnología y Electrónica.

A diferencia de la mayoría de los demonios, a Crowley realmente le interesaban ese tipo de cosas e intentaba mantenerse actualizado en los últimos avances de la humanidad en todos los campos. Su creatividad y habilidad para crear artefactos para hacer su vida más sencilla era adorable.

Después de garabatear un dibujo de él aplastando a Belcebú con un matamoscas en un iPad pro, Crowley pasó al área donde estaban las impresoras.

Las contempló con una sonrisa llena de orgullo.

Las impresoras eran idea suya. Torturaban a los estudiantes, oficinistas, y a cualquier persona que tuviera que imprimir documentos con urgencia. Siempre fallaban, con sus cartuchos carísimos cuya tinta se agotaba en cinco segundos.

Acarició suavemente la superficie lisa de una, como un hombre admirando un auto último modelo.

A pesar de que detestaba al infierno, tenía que admitir que su trabajo era entretenido. Ni siquiera se sentía como trabajo, más bien era el poder de alborotar a la gente, fastidiándolos para que con un efecto dominó se enojaran con los demás, y su día quedara arruinado.

Sin eso, tendría que buscar otro pasatiempo.

Pasó a la mesa donde se encontraban los celulares. Quería comprarle uno a Azirafel para poder contactarlo sin problema en todo momento.

Sabía que sería difícil convencerlo de usarlo. Hace tiempo le había regalado un E-Reeder para que pudiese leer libros digitales, pero nunca lo usó. Probablemente se hallaba en su empaque aún, arrumbado en algún recóndito rincón de su librería.

Azirafel, al contrario de él, era como los demás: terriblemente anticuado. Su mente cavilaba todavía en siglos pasados, y los cambios de la modernidad se le escapaban. O quizá, sólo no les tenía interés.

Crowley le compraría el celular de todos modos. Lo llenaría de la música clásica de sus compositores favoritos, y agregaría algunas canciones de su propio gusto. Le enseñaría a tomar fotos, a grabar videos, a enviar mensajes y a hacer llamadas, y le demostraría los diferentes foros y espacios en internet donde la gente tenía sus mismas aficiones bibliófilas.

El demonio empezó a pensar en las demás cosas que antes no le podía enseñar al ángel, y que ahora haría: bailarían diferentes tipos de música, acudirían a sitios divertidos que no existían hace cincuenta años, y disfrutarían juntos de la actualidad. Tenían una eternidad para hacerlo.

Le comentó a un empleado que pasó por ahí su interés por adquirir un teléfono, y señaló uno blanco con detalles dorados. El empleado le dio una caja vacía correspondiente al modelo del aparato, y le pidió que fuera a servicio a clientes para que se lo entregaran. Cuando Crowley la recibió, la caja pesaba más. El celular ya estaba ahí.

Se dirigió a las cajas. Gruñó. Las filas eran larguísimas ya que era quincena. Entonces las sorteó y se fue a la salida. Nadie le dijo nada.

Afuera, en el estacionamiento, las personas acomodaban el contenido de sus carritos en las cajuelas de sus autos con aspecto derrotado por haber gastado prácticamente todo su dinero en un rato.

Crowley abrió la puerta del Bentley y colocó sus adquisiciones gratuitas en el asiento del acompañante. Le echó un vistazo a la caja del celular.

Esperaba que a Azirafel le gustara. No lo admitiría, pero le inquietaba un poco que no fuera así. Realmente quería verlo sonreír por un regalo suyo.

Cuando Crowley llegó a Saint James, supo al instante que Azirafel no estaba ahí. No percibía su presencia.

Miró su reloj: habían quedado de verse a las tres, y ya eran las cuatro.

La impuntualidad era bien vista por los demonios y se había convertido en un hábito suyo. Daba puntos extra allá abajo. Pero Crowley se molestó consigo por eso. Podía ser impuntual con cualquier persona, demonio, o ángel del universo. Excepto con Azirafel.

Nubes negras comenzaban a cubrir el cielo. Todo se oscureció dramáticamente. Caería una tormenta.

Una niñita de aproximadamente seis años con coletas y un vestidito rosa saltaba la cuerda. Crowley le preguntó si había visto a Azirafel, describiéndolo.

-Me gustan tus lentes oscuros- le dijo la niña- ¿me los prestas?

-No- replicó Crowley, impaciente- los necesito. Dime, ¿si viste al hombre de cabello blanco y traje color caqui? Llevaba también una corbata de moño. Debes recordarlo.

-Creo que sí lo vi.- reflexionó la pequeña-¿Para qué necesitas los lentes?

- Los necesito para dormirme en conversaciones aburridas sin que se den cuenta. ¿Dónde viste al hombre?

-Sentado en esa banca

-¿Sabes a donde se fue?

-No. Creo que desapareció. Pero conversaba con un hombre raro. Ahora que lo pienso, ambos desaparecieron.

-¿Cómo era el otro hombre?

-Alto, de cabello negro. Sus ojos eran lindos, eran violetas. Oye, ¿estás bien? Te ves nervioso como mi chihuahua y pálido como fantasma.

Y Crowley lo estaba.

Se escuchó el súbito y espantoso estruendo de múltiples truenos. Cayó un rayo en un árbol cercano, y se incendió repentinamente. La lluvia se desató. Entre las gotas que resbalaban por el rostro del ángel caído, se ocultaban lágrimas.

Crowley se quitó las gafas. Sus ojos eran completamente amarillos, con pupilas verticales de reptil. La tierra cimbró. Se notaba furioso.

La pequeña niña huyó asustada.

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