XVII

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Veo la puerta del restaurante frente a mí, mostrando mi reflejo que tiembla como un pequeño chihuahua en época de frío.

— ¡Vamos, Kevin! —Me gruño en tono bajo, retándome mentalmente por mi cobardía—. Tan solo debo entrar... —murmuro, tragando en seco. Debatiéndome por si es una buena, o mala idea realizar tal acción.

Después de la llamada de Lupe, sentí que toda mi felicidad era como un pequeño y frágil pedazo de cristal, que, ante cualquier tipo de impacto, terminaría rompiéndose en mil pedazos. Quise refugiarme en los brazos de Gerardo, de olvidarlo todo con sus besos; pero el terror de mi corazón no hacía más que aumentar al considerar la idea de alejarme de mi querido oficial.

Mi teléfono comienza a vibrar en el interior de mi bolsillo delantero, pero no hace falta que vea la pantalla para saber quién es. Le mentí y soy consciente de eso. Le dije que tendría un trabajo en equipo con unos compañeros de la universidad y evité dar más detalles, todo iba bien... hasta que se ofreció en recogerme al terminar, a lo que, apresurado, me negué, dejando expuesta mi mentira al no saber dar razones ante mi negativa.

Una fuerte punzada me atraviesa el pecho y debo apretar mi quijada para no gritar y desmoronarme ahí mismo. Sé que está mal el guardarle secretos a tu pareja, más si esa persona te ha apoyado tanto como Penavos lo ha hecho conmigo, pero soy incapaz de decirle lo que pasa, o más bien, no quiero revelarle la noticia que me dio Lupe, porque decírsela, podría significar el final de nuestra relación.

Tomo una gran bocanada de aire, llenando mi pecho de lo que desearía, fuera valentía, antes de empujar la puerta y entrar al restaurante. El aroma de la comida me llega de golpe, y la típica reacción agradable que normalmente me llena el estómago, esta vez es sustituida por arcadas que mal logro disimular.

No hizo falta buscarla, estaba en los mismos asientos que siempre pedíamos cuando solíamos venir aquí. Un lugar apartado del resto y un tanto escondido ante la vista de curiosos; la zona perfecta para nuestras citas a escondidas.

—Llegas tarde —espeta, apenas me he sentado frente a ella, a lo que le miro con el ceño fruncido sin intención de disculparme y claramente molesto por su actitud.

Mantiene el rostro levemente girado hacia su derecha, mientras se muerde el labio inferior incontables veces, de manera ansiosa y desagradable. No me mira, al menos no por más de dos segundos, al contrario, parece estar admirando con detalle el papel tapiz de la pared junto a ella, incluso da la impresión de esforzarse en encontrarle sentido.

—Me atrasé con algo —digo como excusa, encogiéndome de hombros—. Supongo que "lo lamento".

Al contrario de ella, yo la observo, fijamente, analizando su rostro y cuerpo, buscando señales del embarazo, que en realidad sería algo difícil de notar teniendo en cuenta que lleva apenas dos meses y, claramente, su peso.

— ¿Puedo tomar su orden? —Se acerca un mesero, con la libreta en su mano, mostrando una cálida sonrisa para ambos.

Ella deja de admirar su papel tapiz y pide dos cafés, un americano y un expreso, normalmente me quejaría porque haya pedido por mí sin antes preguntarme, pero es que en realidad ¿Quién tendría apetito en una situación como la nuestra? Sin duda el café es la mejor opción en estos momentos.

— ¿Qué tanto me ves? —gruñe, mirándome a los ojos por primera vez desde que llegué, por lo que hasta llega a tomarme por sorpresa—. ¿Acaso me extrañas tanto? —es una pregunta en cierto modo divertida, aunque no viniendo de ella, ni con ese tono.

¿Extrañarla? ¡Bah! ¿Alguien explíqueme por qué anduve con esta mujer?

Mi expresión es de divertida incredulidad ante sus palabras, que, al parecer, ella realmente creé que son ciertas. Suelto un bufido en algo que suena como una pequeña carcajada, en lo que trato de acomodar mis pensamientos con claridad, para hablar.

—Ah, perdón —Se disculpa, antes de que yo pueda decir algo—. Olvidé que ya estás saliendo con alguien.

Sus palabras me toman por sorpresa, aunque no sé si es más por el hecho de que lo sepa, o por el modo en que lo ha dicho, arrastrando las palabras, escondiendo la furia que siente al pronunciarlas apretando la quijada.

— ¿Y tú cómo sabes eso? —pregunto, reponiéndome de la sorpresa, mas, enseguida me recuerdo la verdadera razón por la que decidimos encontrarnos—. Bueno, eso no importa. ¿Entonces...?

—Oh, vaya que sí importa —Me interrumpe, sonriendo con ironía, escondiendo la furia que siente, pero que sus ojos bien revelan, mi pecho duele, y la intriga invade mis pensamientos con suma rapidez, por lo que guardo silencio, dejándola que hable y se explique—. Sabes que nunca fui creyente del karma o esas cosas...

Hace una pausa cuando el mesero llega para dejar nuestra orden. Desconozco si tendremos algún tipo de aura que se nota a la lejanía, o será que el ambiente entre nosotros es tan tenso, que incluso alguien externo pudo sentirlo, pero el pobre chico, casi volvió corriendo a la cocina, una vez dejó las tazas sobre la mesa.

—No le veía sentido, ¿cómo va a ser posible que recibas lo mismo que das? Tan solo debes cuidarte de no encontrar a personas iguales a ti —continúa, recargándose contra el respaldo de la silla—. Al menos yo creí que estaba libre de aquella regla, porque bueno —Suelta una risa sin ganas, echando un cubo de azúcar a su café—, soy buena juzgando personas, pero... Tal parece que no fui lo suficientemente buena...

Al terminar de hablar, me mira, con una expresión cansada y carente de felicidad. No hace falta más para que sepa a qué se refiere, o más bien, a quién.

—Te dejó —afirmo, haciendo referencia a su jefe, a lo que ella se limita a asentir—. ¿Vio el video?

Con lentitud se lleva su taza a los labios, pero antes de tomarla, susurra su respuesta: lo hizo ése mismo día. Entonces, lo bebe, cerrando los ojos en el proceso, como si en verdad pudiera disfrutar de un café tan dulce, cuando es más que obvio que ella los prefiere amargos, más amargos que ella misma quizá.

—Alguien de los que nos vio le avisó —concluyo a lo que ella asiente—. Lo lamento, supongo —digo con clara inseguridad en mis palabras, pero principalmente, ansiedad de que llegue a la parte en que aquello me involucra.

Siento su mirada y noto como enarca una ceja. Lentamente baja su taza de nuevo hasta la mesa, luego, suelta un largo suspiro y sonríe de lado.

—Quieres saber sobre el bebé, ¿no es cierto? —cuestiona, a pesar de que ya conoce la respuesta—. No, Kevin. No es de él —dice con tanta calma, que me hace preguntarme si se da cuenta del significado de las palabras—, si fuera suyo, no tendría sentido que te buscara a ti, ¿no es cierto?

Un gran peso se instaura sobre mis hombros, sintiendo la dificultad al respirar y las oraciones coherentes se evaporan de mi cerebro, dejando paso libre pánico y a palabras atropelladas.

— ¿Entonces, es mío? —Mi voz es apenas más que un susurro y debido al pánico, comienzo a tartamudear cosas ininteligibles, iniciando una nueva frase aún sin terminar la anterior.

— Kevin —Me llama, y por fin noto un suave matiz de pánico en su voz, también angustia y, enojo—, cálmate —ordena, con autoritarismo, a lo que yo le veo incrédulo y aterrado—. Cálmate, ¿quieres? Tampoco es tuyo.

 Cálmate, ¿quieres? Tampoco es tuyo

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