Capítulo 18

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No se vieron el día después. Bueno, en realidad no tuvieron ocasión de charlar. Se cruzaron fugazmente en el elevador a la hora de entrada y el silencio los acompañó durante los treinta y cinco segundos de ascenso. Ni siquiera se atrevieron a enfrentarse, mirándose solo por el rabillo del ojo cuando pensaban que el otro no estaba viendo.

—Buenos días —saludó la señora Robinson mientras bajaban del ascensor, evidentemente inquieta.

Marshall no alcanzó a corresponder antes de que esta se alejara a pasos agigantados. Temió por un instante que lo que había sucedido la noche anterior hubiese entorpecido las cosas, pero de inmediato se acordó de las sospechas de Fitzpatrick y asumió que Robinson solo estaba tratando de ser discreta.

Como si la hubiera invocado, Karla Fitzpatrick apareció de la nada y su hombro se chocó con el de Marshall, desestabilizando por un momento su felino andar.

—Fíjate por dónde-... —le espetó, y se detuvo al comprobar que lejos, al otro lado del pasillo, la señora Robinson bajaba la velocidad.

—¿Qué iba a decir? —sonrió Marshall con un toque de malicia.

Fitzpatrick abrió los ojos de par en par y se quedó inmóvil.

—Que lo siento —dijo en un derrotado murmullo—. Debo ser más cuidadosa.

—No se preocupe —la tranquilizó él.

Siguieron cada uno por su lado y, al pasar junto a la señora Robinson, le devolvió el «buenos días» con una confianza que podría confundirse con mera formalidad, aunque ambos sabían que era mucho más que eso. Una nueva sonrisa se le dibujó en el rostro al escucharla suspirar a sus espaldas, como si estuviera luchando por contenerse.

La sonrisa se amplió al razonar que eso era justo lo que estaba ocurriendo.

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El martes no fue más misericordioso con su necesidad de estar a solas. Sí llegaron a coincidir lo suficiente para construir una conversación el miércoles. Marshall estaba haciendo los retoques finales a su trabajo gráfico para el número que debía salir la semana que viene y la tarea lo absorbió tanto que para cuando terminó todos se habían ido.

Guardaba la tableta en el estuche cuando oyó que llamaban a la puerta de su humilde despacho. No le dio importancia hasta que vio de quién se trataba.

—¿Puedo pasar? —cuestionó la señora Robinson desde el umbral, como había hecho hacía tan poco tiempo.

Marshall la observó con atención. El pelo rubio ceniza cayéndole sobre los hombros de manera asombrosamente prolija, el traje azul marino bajo el que cada curva tomaba su lugar, la forma inquieta en que sus piernas se movían, como si no soportase estar parada en un solo sitio. Tenía las manos entrelazadas al frente y una expresión que él jamás había visto en ella. Impaciente pero respetuosa, suplicante, incluso. Marshall supo entonces que su orden fue obedecida.

—Adelante.

Se tornó aún más obvio cuando se adentró en la oficina. Bajo la luz artificial, las sutiles agitaciones de sus rasgos eran notorias. Una comisura de sus labios temblaba, el entrecejo se contraía y estiraba cada tanto. Cualquiera que los hubiese encontrado así, habría pensado que él era el jefe y ella la subordinada.

—Quería saber si... —empezó la señora Robinson, y se aclaró la garganta—. Quería saber si los toques finales estarán listos pronto.

Marshall parpadeó. De pronto los roles habían vuelto a la normalidad y, aunque el modo en que Robinson habló parecía insinuar que deseaba pedirle algo distinto, tendría que apagar esa parte de sí mismo que tanto le había costado encender para adaptarse a esta nueva vieja situación.

El ascenso de MarshallDonde viven las historias. Descúbrelo ahora