Capítulo 34

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Apagó el teléfono en el autobús y no volvió a encenderlo, pero sabía que debían ser alrededor de las cuatro de la tarde, pues el avión ya estaba aterrizando. Su abuelo ya habría notado su ausencia, suponiendo que le importara lo suficiente.

El sueño lo venció durante gran parte del viaje y no pudo dar un solo bocado al insípido almuerzo ofrecido por la aerolínea. Parte de él anhelaba vivir eternamente en el aire, lejos de todos los sitios que su memoria acababa de manchar, libre de enfrentarse a ellos.

Cada segundo que pasaba despierto lo acercaba más a la locura de aceptarlo, de asimilar que era algo con lo que tendría que lidiar hasta su muerte. Así que dormía, feliz de ignorar que, de alguna forma, siempre tuvo que lidiar con ello. Nunca se fue del todo y nunca se iría, pero dormir lo ayudaba a olvidar, y los instantes que su cerebro se tomaba para volver a la actividad gozaban también de un glorioso desconocimiento.

Alguien lo ayudó con su maleta. Debió haber advertido su estado de completa abstracción, pues no hizo más que preguntar si necesitaba que le llevara a algo y hacerlo, retirándose en cuanto dejó de serle útil. Era como si se hubiera convertido en un fantasma y las personas pasaran a través de él.

El corazón anestesiado se le vino a los pies cuando vio lo lleno que estaba el aeropuerto. Aunque la señora Robinson sabía su hora de llegada y había prometido esperarlo, tal vez tendría que encender el móvil para saber con exactitud dónde. Si el abuelo Enrique despertaba y no lo encontraba por ninguna parte, de seguro se contactaría con...

Marshall liberó todo el aire contenido al verla. Sin cartel y con zapatos bajos, a punto de ser devorada por la marea humana, y aun así en primera fila, estaba ella. Las cejas rubias fruncidas en un gesto de preocupación y las pupilas, aunque fijas en él, vibraban de incertidumbre.

—Señor Valenzuela... —musitó.

—Señora Robinson.

La mujer abrió los brazos. Su voz sonaba tan rota como la de él.

—¿Quieres un abrazo, Marshall?

No lo soportó más y se desplomó contra ella, estrujándola sin medir la fuerza, quizás sintiendo que no había manera de que pudieran lastimarse. La señora Robinson lo apretujó a su vez, frotándole la espalda y dándole un beso en el hombro mientras ambos se entregaban a la angustia.

Cuando al fin pudieron soltarse —estaban llamando demasiado la atención—, ella tomó su mano y anunció que era hora de ir a casa. Su contextura física le impedía llevar su equipaje por él, de modo que dividieron la carga.

A lo mejor era eso de lo que se trataba todo.

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Las primeras estrellas afloraban en el cielo cuando Marshall se sintió listo para hablar. Antes de eso, lo único para lo que tuvo energía fue recostarse en el sofá esquinero que reinaba en la sala y contemplar el cielorraso. La señora Robinson solo lo interrumpió para ofrecerle comida.

Ahora, sentados en extremos opuestos del mueble y con un almohadón ejerciendo de barrera entre ellos, ojos clavados en la televisión sin volumen, el silencio empezaba a ceder.

—Creo que tenía siete años —dijo Marshall en tono calmo, casi indiferente.

La señora Robinson lo miró y de inmediato consideró que debía disculparse.

—Tal vez seis, u ocho, pero ya iba a la escuela entonces. Lo sé porque fue cuando mamá colgó los... —La palabra se le atascó en algún lugar de la garganta—. Los aviones a escala. Sé que ya estaba en la escuela cuando lo hizo y sé que los aviones ya estaban ahí cuando...

El ascenso de MarshallDonde viven las historias. Descúbrelo ahora