La muerte

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No sintió emoción, ni miedo, ni ira, ni liberación. Fue algo más oscuro, un estado que sólo aquellos que han trascendido a la vida pueden sentir. No te ruboriza, ni te eriza el vello, ni hace latir más rápido un corazón que ya está muerto.

No te hace sentir vivo.

Te hace sentir poderoso.

Para un no muerto, los años pasan como siglos. Nada cambia ni envejece. El hecho de que todo se mantenga estático te hace pensar que el día jamás se termina. Menos aún si la mayoría los pasas en el Shadowfell.

No le había sido demasiado complicado dar con los numerosos portales que conectaban Neverwinter con Evernight, sólo había tenido que preguntarle a la gente adecuada. Y matar a algún que otro desgraciado, quizá, para ganarse varios de los favores que la colocaron allí y que básicamente le permitieron tener lo que al fin y al cabo eran sus herramientas de trabajo. Estaba muerta, pero esa no era excusa para no mantener sus dagas afiladas, su carcaj lleno de flechas y la cuerda de su arco encerada.

Hasta que había podido completar todos los encargos que la vistieron y armaron, Lentia se había visto en la tesitura de tener que ocultarse de los ojos humanos. Ya tenía bastante con saber que Luther la estaba buscando, y los pobres vivos tenían demasiados reparos contra sus versiones... un poco más podridas. Pero sólo un poco. El mejor lugar que había encontrado para camuflarse había sido con los enfermos y los mendigos. Nadie tendría interés en mirar bajo la capa de una muchacha aparentemente consumida por la fiebre, no vaya a ser que se la contagiara.

Había pasado mucho tiempo rodeada por moribundos, cada uno con una historia diferente. Llegaban y poco tiempo después se iban, con los pies por delante y amontonados en una carreta principalmente. Ni siquiera una persona como ella, que para la fecha en la que pudo dejar de dormir en la calle había matado a una cantidad considerable de gente, hubiera sido moral torturar a gente así. En cambio, darles una muerte rápida lo mismo podía suponerles una bendición. La única vez que lo hizo fue porque alguien se lo suplicó.

Mucho tiempo después, mientras recordaba los rostros de aquellos que aguantaron más tiempo las inclemencias de la vida y la mala salud, estaba abrochándose la capa delante del perchero en su despacho. Ahora tenía un lugar relativamente seco y ordenado para organizarse.

Pronto se había dado cuenta de que podía hacer mucho más con una ligera ayuda. Y había formado lo que eufemísticamente llamaban un gremio. En realidad, la Elegía era más parecido a un servicio de muerte por encargo. Engendros, cánceres de la sociedad, sucias ratas entrometidas que deberían volver al hoyo... todo aquello se había aplicado en algún momento para describirles.

Lentia consideraba que asesinos a sueldo era una expresión más profesional.

Trastabilló con el botón de la capa; sus dedos hacían que abrochársela fuera un proceso complicado, y no tenía espejos en el despacho. Tampoco los quería. Mirarse en ellos le recordaba que de ella no quedaba más que una masa deforme de pellejo y hueso y eso era un incordio en cualquier misión. No es que fuera vanidosa, porque su apariencia a los ojos de los demás le era indiferente. Era por el desconsuelo de saber que su mente, algo completamente intangible, era lo único de su persona que aún se aferraba fieramente a la existencia.

¿Qué pensarían sus padres y sus hermanos si supieran que había torturado y asesinado a decenas de personas? ¿La seguirían viendo como a su hija?

Es más... ¿Accederían siquiera a hablar con esa criatura, podrida y muerta, que conservaba partes sueltas de la imagen de su pequeña?

¿La reconocerían siquiera? ¿Se acordarían de ella?

Con respecto a eso último, no podría culparlos, porque para ella aún había lagunas en su propia historia. Hacía menos de dos semanas que, atravesando el bosque tras cumplir un encargo a horas intempestivas de la noche, había mirado a la luna y el aullido de un lobo le había devuelto los recuerdos sobre Faust. No volvió al gremio hasta que salió el sol de nuevo.

Desde aquel momento hasta el día que nos concierne, había estado planeando la forma en la que acabaría de una vez por todas con Luther Kenric. Y no sería rápido.

Antes de marcharse de las dependencias subterráneas que podían considerarse la base de la Elegía, garabateó una nota sobre un papel y usando el final de uno de los gavilanes de su daga, aplastó un sello de lacre nacarado junto a su nombre. Había ideado aquel mecanismo para evitar trampas y jugadas de otros asesinos, no quería a nadie dejando notas falsas haciéndose pasar por la líder. Un anillo hubiera sido más fácil y más barato de conseguir, pero también más fácil y más evidente para ser robado.

Poco tiempo después, sus pies tocaron el pretil de un balcón muy lejos de la base. Su enemigo dormía plácidamente, de espaldas a ella, tras las puertas acristaladas. Era todo un héroe, o eso querían decir los galardones y el ascenso que le habían proporcionado desde que mató a Faust. Lentia no podía decir que no se los mereciera, pero si odiaba que pese a que las manos de ambos estaban manchadas de sangre, los actos de él eran vistos como una obra para la comunidad hiciera lo que hiciera.

El sonido de la espada del paladín atravesando la piel y los huesos de Faust crujió en los oídos de la no muerta. Seguía sin tener realmente claro por qué le había matado, estaba segura de que el licántropo no había hecho nada malo. Que ella supiera.

Sacudió la cabeza, apartando las dudas. No era momento para tenerlas.

Abrió las puertas del balcón con sumo cuidado. Las bisagras estaban lo suficientemente engrasadas como para que la entrada de Lentia pasara inadvertida. Se deslizó hasta el lado de la cama donde dormía Luther, empuñando un fino estilete que, clavado en el lugar correcto, harían de su paso a la muerte un viaje silencioso y rápido. Pero eso no era lo que Lentia quería, así que dejó que el estilete amenazara a Luther un segundo más de lo normal.

ElegíaWhere stories live. Discover now