Capítulo VII

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En algún momento de la fría noche, Jon la había tomado a Lyanna entre sus brazos y los cubrió a ambos con su capa mientras observaban en silencio la hoguera que Thoros logró encender con unos pedazos de tela que traía consigo.

- ¿No puedes pedir ayuda? – pregunto Tormund, viendo entre divertido y serio la cercanía de Jon con la mujer –. ¿Con los cuervos?

Lyanna se acomodo ligeramente mientras tomaba la mano de Jon que roncaba ligeramente. Ella se preguntaba como él podía dormir en la situación en la que estaban, pero suponía que las había pasado peor.

- Yo no los controlo – contesto Lyanna viendo a un cuervo parado en la misma roca en la que ella se sentó hace horas –. El Cuervo de Tres Ojos lo hace.

- Y ese es a quién sirves.

- Exactamente.

- ¿Y sabe que lo amas? – señalo con un gesto a Jon.

- Claro que lo sabe – contestó Lyanna –. Y eso no es lo que le preocupa.

- ¿Y qué le preocupa?

- Que lo deje. Que en cuanto vea a Jaime o a mis hijos deje atrás mi misión. Supongo que es por eso que siempre esta en mi cabeza – miro fijamente al cuervo mientras hablaba.

- ¿Y lo harías? ¿Dejar todo por el que se coge a su hermana?

Los ojos de la muchacha parecieron tan oscuros que Tormund temió haberla lastimado u ofendido, pero en las horas de vigilia que habían pasado, se dio cuenta que Lyanna era imperturbable. Comenzaba a comprender que la mujer no sentía como todos los humanos.

- Una parte de mi ni siquiera hubiera llegado a buscar a Jon – explico Lyanna –. Hubiera terminado yendo a Desembarco del Rey. Probablemente le hubiera explicado todo a Jaime y ambos nos hubiéramos llevado a nuestros hijos a Essos. Hubiera abandonado todo y dejado que la oscuridad se tragara a todos. Es raro que esa es la parte de mi que ama a Jon.

- ¿Y te hubiera seguido? – Tormund la observaba muy interesado –. ¿El sureño ese?

Lyanna pareció meditar sus palabras un momento.

- Hubiera terminado siguiéndome – respondió con una voz diferente, llena de sentimientos y melancolía. Como si la Lyanna de la que había hablado antes comenzara a manifestarse –. Siempre regresaba. Y siempre terminaba siguiéndome.

Una vez más se quedaron en silencio mientras el fuego crepitaba con fuerza a pesar del ambiente. Seria agradable si no estuvieran rodeados por cientos de muertos.

- ¿Cómo se llaman? – pregunto Tormund después de unas horas, cuando estaba amaneciendo. El fuego parecía no consumirse en absoluto –. ¿Tus hijos?

Algo pareció encenderse dentro de ella.

- Arthur es el mayor – conto ella mientras su voz se llenaba de amor –. Por unos minutos, pero si fue el primero. Tiene los rizos de Jaime, aunque son negros, del color de mi cabello – una de sus manos fue a un mechón de cabello que había escapado de su trenza –. Y los ojos de Jaime, obviamente. Cuando crezca todas las muchachas del reino morirán por él. Joanna... mi pequeña. Tiene el cabello rubio como el oro, con los rizos de su padre también, pero tiene mis ojos. ¡Es tan exótica! Jaime siempre bromeaba con que tendría que matar a muchos de sus pretendientes.

Se calló de repente mientras sus ojos brillaban y aquello que se había encendido dentro de ella desaparecía.

- Creo que ya no los conozco. Ya no se quienes son, y ellos tampoco saben de mi – se encogió de hombros mientras su voz volvía a la indiferencia de siempre –. Desventajas de morir.

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