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El Chi líquido que Jade desprendía no era propiamente del arma, sino era parte del Chi de Po, que el bastón usaba para poder atacar. El humo se ensortijaba, juguetón, parte cayendo al suelo y parte cayendo del mango, disolviéndose antes de siquiera tocar el suelo, como agua en un horno. Goteaba como sangre dorada, como sangre de un dios.

«¡DESTRUYE —resonó la voz de Jade en su cabeza— EL MAL!».

El dolor subió por el brazo de Po, sintiendo cómo su Chi era absorbido por el bastón y le daba fuerza a su ansia. Desenvainarlo tenía un coste terrible. En ese momento, ni siquiera le importaba, sólo importaba Tigresa. Se lanzó hacia los reanimados y atacó.

Cada criatura que golpeaba con la hoja destellaba y se convertía en humo dorado. Un solo arañazo y los cuerpos se disolvían como papel consumido por un fuego invisible, dejando tras de Po una simple mancha dorada. El efecto era distinto en cada entidad: con los animales vivos los mataba robándoles el Chi, con los reanimados los consumía, y con los espíritus guerreros, los jadembificaba.

Po giraba entre ellos, los reanimados atacando sin inmutarse por la reducción de su número, golpeando con furia, pensando en proteger a Tigresa y lo que ella amaba. Descargando su ira. Su culpa y su odio a sí mismo. Su debilidad. Mataba uno tras otro. El humo dorado se arremolinaba a su alrededor, mientras el dolor aumentaba, comiéndose su brazo, mientras tentáculos como venas subían desde el mango de Jade por sus dedos y brazos, brillando por encima del pelaje, hasta su antebrazo, como verdes arterias, alimentándose de su Chi.

En cuestión de minutos, los Chis que tanto le había costado reunir, que lo llevaban al Décimo Estatus, quedaron reducidos casi a la mitad. Ya estaba en el Sexto, y seguía bajando. Sin embargo, en esos momentos, destruyó ya casi noventa reanimados. Po se alzaba entre una masa rebullente de denso humo dorado que se elevaba lentamente por el aire.

Po gritó, más de ira que de dolor, y con varios mandobles, despachó a los diez que quedaban. Cayó sobre una rodilla, jadeando, con la incesante voz de Jade en su mente.

«DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE. DESTRUYE EL MAL».

Po se rebuscó una cuerda que siempre llevaba atada a su cintura, la despertó y la arrojó a una viga de un balcón, usándola para moverse y atacar. Se columpió varias calles, repartiendo mandobles con Jade a todo reanimado y jadembie que veía. Le lanzaban jabalinas y flechas, pero entre su capa despertada que las detenía y los golpes con Jade para desviarlas (terminando por volatilizarlas), era intocable.

Era como un dios, poderoso e implacable, que venía a repartir castigo.

Surcando el aire, al querer lanzar de nuevo la cuerda, su brazo no le respondió. El dolor era agudísimo, tanto que al verse la pata, las venas doradas ya le llegaban al hombro; su Chi se consumía a un ritmo alarmante. Cuando se agotara, Jade lo convertiría en un jadembie.

Todo se volvió borroso, el cuerpo temblando, y Po se precipitó al vacío. Cayó al suelo con un estrépito, gimiendo del dolor, intentando soltar a Jade, sin éxito. Ya no lo sujetaba, sino que Jade lo sujetaba a él, unido a su cuerpo y quemando implacable sus Chis, devorándolos, en su hambre infinita.

«¡DESTRUYE EL MAL!», dijo Jade, en su mente. Toda alegría y familiaridad desaparecida de su tono. Resonaba como una orden. Un ser horrible e inanimal. Cuanto más empuñaba Po el bastón, más rápido apuraba su Chi.

Las venas ya le reptaban por el cuello. Po se acurrucó como un cachorro recién nacido, intentando con desesperación arrancarse a Jade o arrancarse el brazo si tenía que hacerlo, pero su cuerpo entró en temblores incontrolables. Jade consumía más Chi. Po bajó al Tercer Estatus.

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