CAPÍTULO DOS

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—¡Maldito sea, maldito sea, maldito sea!

Isabelle se arrancó el velo y maldijo otra vez cuando casi la mitad del pelo se le desprendió del cuero cabelludo en el proceso. Las horquillas salieron disparadas de su cabeza como confeti y su liso y perfecto moño francés quedó diezmado, con lo que su peinado quedó destruido. Se quitó de un par de patadas los zapatos Dolce & Gabana hechos a medida y entró en el baño a grandes zancadas para buscar un cepillo.

El reflejo que la recibió desde el espejo era alarmante, por llamarlo de alguna manera. Estaba colorada, cortesía de una combinación de ira y todo el champán que había consumido. Llevaba el pelo de punta, muy al estilo Medusa, algo muy parecido a lo que veía algunos de sus peores días nada más levantarse de la cama. Una risa semiperturbada le hormigueó en la garganta.

Su precioso vestido sin tirantes, confeccionado para que se adaptara a la perfección a su pequeño cuerpo, lucía una gigantesca mancha de vino en el corpiño y un gran borrón negro en la falda, donde se había quedado atrapado en las puertas del ascensor durante su frenética huida del salón de banquetes.

¿Cómo puede estar pasando esto?

Por lo general, Isabelle no era de las que se dejaba llevar por la autocompasión. ¿Cómo iba a hacerlo cuando tenía más de lo que cualquier mujer tenía derecho a pedir? Unos padres implicados en su educación, aunque no especialmente cariñosos, y un prometido —no, que sea ya marido— guapo y con éxito. Un trabajo que le encantaba como directora ejecutiva de eventos especiales en el Winston y un generoso complemento paterno a sus ingresos que le permitía tener un adorable departamento de dos dormitorios en Pacific Heights.

¿Era mucho pedir ser la única pareja sexual de su marido en su noche de bodas?

De repente sintió un nudo en el pecho y empezó a quedarse sin aliento. El corpiño del vestido impedía que le llegara aire a los pulmones y Isabelle empezó a tirarse como una loca de los botones que le cubrían la espalda entera.

Gruñó y tironeó de la tela pero le temblaban los dedos, incapaces de dominar los botoncitos forrados de seda. Comenzó a hiperventilar todavía más y supo que estaba a meros instantes de desmayarse. Con la suerte que tenía, lo mismo se daba un golpe en la cabeza con el váter y sufría una lesión cerebral masiva.

—Maldito vestido —jadeó mientras intentaba en vano alcanzar los botones. ¿Por qué tenían que hacer unos vestidos de novia tan difíciles de poner y quitar? ¿Qué clase de tradición sádica era esa, meter a una mujer en una prenda que no podía ponerse ni quitarse sola si había una emergencia?

Si pudiera encontrar las tijeritas de las uñas, podría cortarlo y sacárselo. Volcó el contenido del neceser en el suelo y estaba revolviendo como una posesa entre la pila resultante cuando oyó que alguien llamaba a la puerta de la suite.

—Largo —chilló mientras buscaba entre el contenido del neceser con las manos temblorosas. ¿Dónde estaban las malditas tijeras? Clary las había usado esa mañana para cortar un hilo suelto de la bastilla del vestido, quizá estaban en la salita...

—Déjame entrar. —Era Clary, que le hablaba con tono firme a través de la pesada madera de la puerta.

Isabelle apretó los puños y entre ellos la tela del vestido.

—Vete. Ahora mismo no quiero hablar con nadie.

—Isabelle, si no me dejas entrar, tu madre va a hacer que el gerente le dé una llave.

Isabelle se derrumbó en el suelo del baño, derrotada. No le cabía la menor duda: su madre era muy capaz de hacer eso y a Isabelle ya no le quedaban fuerzas para enfrentarse a la histeria de Marysse Lightwood. Tenía que dejar entrar a Clary, aunque solo fuera para que bloqueara la puerta.

FIESTA PRIVADAWhere stories live. Discover now