CAPÍTULO CUATRO

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Damon yació sobre ella varios minutos, consciente hasta cierto punto de que era muy probable que la estuviera aplastando, pero incapaz de moverse. Enterró la nariz en el cuello de Isabelle y aspiró el aroma dulce de su piel mezclado con su propio sudor. Seguía temblando tras aquel intenso orgasmo que lo había fundido por completo, pero con solo percibir su propio olor en ella ya fue suficiente para que su miembro empezara a endurecerse de nuevo en el interior de la joven.

Al fin rodó de lado, apenas capaz de creer lo que acababa de pasar, y eso que Isabelle se estaba acurrucando contra su pecho. Isabelle Lightwood estaba en su cama, desnuda, prácticamente ronroneando después de una sesión del sexo más ardiente y vigoroso del que él había disfrutado jamás. Lo que demostraba que la realidad era mucho, mucho mejor que cualquier fantasía que se le hubiera podido ocurrir.

Rozó con la mano derecha los sedosos cabellos de su amiga, acarició la curva del hombro femenino y dibujó la línea suave de su brazo. Le cubrió la mano con la suya e hizo una mueca cuando se inmiscuyó la realidad en forma de un gigantesco anillo de compromiso que le arañó la palma de la mano.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Izzy se apoyó en su pecho y le dedicó una sonrisa adormilada.

—Estaba pensando que podía darte unos cinco minutos o así para que te recuperaras, ¿y después quizá podríamos hacerlo otra vez?

La sangre se acumuló en la entrepierna masculina al oír la sugerencia de la joven pero una vez mitigada la necesidad más ardiente, a Damon no era tan fácil distraerlo.

—Me refiero a Stefan —dijo mientras cerraba el pulgar y el índice alrededor del pedrusco para darle más énfasis a sus palabras—. ¿Vas a pedir el divorcio?

—No lo sé. —Isabelle apartó la mano, extendió los dedos y frunció el ceño al ver la ofensiva joya. Pero tampoco se molestó en quitárselo.

La mandíbula de Damon se cerró un poco más y tensó todos y cada uno de los músculos.

—¿No pensarás quedarte con él? No después de lo que ha hecho. No después de lo que acabamos de hacer nosotros.

—No quiero hablar de eso esta noche. —Isabelle le cubrió el torso de besos ligeros como plumas—. Ahora mismo no quiero pensar en nada salvo esto. —Le deslizó la mano entre las piernas y con un profundo murmullo de satisfacción capturó la erección que comenzaba a alzarse.

Damon cerró los ojos y se arqueó bajo sus manos. Izzy tenía razón. ¿Para qué complicar las cosas? ¿Por qué darle vueltas al hecho de que menos de veinticuatro horas antes aquella mujer se había casado con su hermano? Nada de eso importaba esa noche. Esa noche, era Damon, no Stefan, el que hundía los dedos en el broche cálido y cremoso del sexo de Isabelle. Era él el que bajaba la mano y cubría la de Isabelle para enseñarle exactamente cómo le gustaba que lo acariciaran. Era su pene el que Isabelle estaba bombeando con movimientos rápidos y firmes hasta que Damon se encontró palpitando y retorciéndose como si minutos antes no se hubiera corrido hasta casi perder la conciencia.

Era él el que la contemplaba deslizarse por su pene y gemir cuando su miembro desaparecía centímetro a tentador centímetro en el interior de su dulce vagina. Esa noche, era Damon el que la contemplaba gemir y retorcerse al correrse sobre él. Esa noche, aquella mujer era suya y con eso era suficiente. Tenía que serlo.

* * *

Una luz gris comenzaba a acariciar el cielo cuando Damon cerró el cierre de la maleta. Izzy estaba estirada boca abajo, con las sábanas retorcidas que dejaban al aire toda su suave espalda y una pierna cremosa. A Damon le picaban los dedos, ansiaba deslizarlos por aquella piel, y se le hizo la boca agua con solo pensar en enterrar la lengua entre sus piernas y hacer que se despertara corriéndose contra su boca.

Pero se resistió, en parte porque ya había retrasado su partida todo lo posible. A ese paso tendría suerte si conseguía llegar a tiempo al vuelo de St. Thomas. Pero también porque sus emociones estaban hechas un lío. Lejos del placentero estado de agotamiento en el que por lo general se encontraba tras una noche como la anterior, esa mañana hervía de rabia y viejos resentimientos.

¿Qué esperaba que dijera Isabelle si la despertaba para despedirse? Sabía lo que él quería que le dijera, que iba a anunciar sus planes para dejar a Stefan de una vez por todas y que huiría con él. Ni en sueños iba a ocurrir eso, por muchas cosas que hubieran pasado la noche anterior.

Era mucho mejor así, se recordó Damon mientras se ponía los zapatos silenciosamente. Porque él no tenía tiempo para dedicárselo a su vida personal. Aquella sensación amarga y angustiosa que tenía en la boca del estómago no eran más que las viejas heridas que se volvían a abrir. El deseo olvidado mucho tiempo atrás de que, por una vez, lo eligieran a él por encima del desgraciado de su hermano. Que no lo eligieran como plato de segunda mesa o, en el caso de Isabelle, como una forma conveniente y poderosa de vengarse. Damon creía que ya había superado todo eso durante los años que se había pasado levantando su propio y triunfante negocio lejos de la influencia de su familia. Pero ver a Izzy pasar a su lado rumbo al altar lo había vuelto a arrastrar todo, hirviendo, a la superficie. Y pasar la noche descubriendo todos los secretos de aquel sexy y delicioso cuerpo tampoco le había ayudado mucho.

Lo mejor era irse sin ruido y a toda prisa, no seguir alargando más las cosas. Con todo, no le parecía bien dejarla sin decir nada, sin algún tipo de despedida. Por pura cortesía escribió una nota rápida:

Tengo que tomar un vuelo muy temprano. Ha sido estupendo verte otra vez. Gracias por una noche extraordinaria.

Damon mordió el bolígrafo y se quedó mirando la letra de la nota que había hecho. Le pareció un poco brusca y añadió:

Pásate a verme cuando necesites un respiro de ese mundo de locos.

Estuvo a punto de tachar lo último. ¿Y si le tomaba la palabra? A Damon se le encogió el estómago de angustia al pensar que ella pudiera aparecer en Cayo Holley. Un hombre podía soportar la tortura emocional solo hasta ciertos límites.

No, Isabelle no quería nada más de él, solo que la ayudara a igualar el marcador con Stefan. Se daría cuenta de que era más que una simple invitación que no significaba nada, pero al menos evitaba que la nota fuera de un desprecio absoluto, en plan «gracias por un buen polvo, ya nos veremos». Firmó con su nombre y se permitió una última mirada a aquel cuerpo dorado, cremoso, agotado por las caricias que él le había prodigado; después cerró la puerta tras él sin hacer ruido.

FIESTA PRIVADAOù les histoires vivent. Découvrez maintenant