3. Acendrado

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Acendrado

adj. Puro, sin mancha ni defecto.

Cepeda

- ¡Cepeda!

La puerta abriéndose de golpe y alguien gritando en mi oído me despertaron abruptamente. Llevé las manos instintivamente a mi pecho, sintiendo los latidos disparados de mi corazón.

Una Aitana con una sudadera gris más grande que su pequeño cuerpo me miraba desde el otro lado de mi habitación. Su mirada me reprochaba en silencio algo que las palabras aún no habían dicho.

- Buenos días, Aitana. – me desperecé y retiré las sabanas de mi cuerpo, dejando a la vista mi torso, desnudo. - ¿Cómo estás? Yo también estoy bien, gracias.

Era consciente de que el sarcasmo iba ganando en el marcador de Aitana y ni siquiera había empezado aún el partido. Aún así reí y acompañé mis palabras con un guiño de ojo que provocó en Aitana una mueca y un resoplido.

- No estoy para juegos, Cepeda. – sus manos se entrelazaron nerviosas, rompiendo la imagen de seguridad que pretendía mostrar. – Tienes que ir a hablar con Noemí.

- ¿Qué hablas? – con el ceño fruncido, negué con la cabeza. – No tengo ningún motivo para hablar con la directora.

- Vamos. – Aitana se acercó a mí y tiró de mi mano, consiguiendo que mi cuerpo acabara sentado en el borde de la cama.

- Si querías despertarme y estar conmigo no tenías más que pedirlo. – susurré, atrayéndola hacia mí y encajando su cuerpo entre mis piernas. – Lo haría encantado cada mañana.

Cuesta abajo y sin frenos dicen, ¿no? Poca gente llegaba a conocerme lo suficiente como para descubrir que el Cepeda recién levantado era el más sincero y directo. Al despertar se rompían mis filtros y mi corazón se dejaba llevar. Y esto tiene una explicación.

Mis padres siempre me decían que cuando te levantas tienes la oportunidad de ser más feliz que el resto del día. ¿Por qué? Según un libro que había leído mi madre, siempre sentada en su sillón con un libro entre sus manos, la mañana era el único momento en el que todo era nuevo; un lienzo en blanco para dibujar, sin ningún borrón, sin ninguna mancha de pintura.

Honraba la memoria de mis padres haciéndoles caso, viviendo la vida en su máxima potencia, aunque solo fuesen los primeros minutos del día.

- Me das asco, Cepeda. – su mano empujó mi cuerpo, sin moverlo ni un ápice. – Quiero que me cambien de tutor.

- ¿Y qué tengo yo que ver en eso? – suspiré, alejándome de ella y poniéndome una camiseta negra.

- Muy sencillo. – por primera vez desde que había entrado en mi habitación sonrió, sintiéndose victoriosa al fin. - Tú eres ese tutor.

Algo parecido al dolor atravesó mi pecho al escucharla; orgullosa y sin ninguna duda.

- ¿Y eso por? – mis manos despeinaron mi pelo mechón a mechón, frustrado con la situación.

Aitana era cal y era arena; era una síntesis de ambas, volviéndote loco. Nunca podías averiguar cuándo optaría por la cal y cuando preferiría la arena.

- No quiero. – se encogió de hombros, quitándole importancia. – Soy mayorcita y no necesito que cuides de mí.

Sonreí levemente, acercándome a ella tras coger mi móvil y mis llaves.

- Ve tú, bonita. – posicioné un mechón de su pelo tras su oreja, sintiendo un escalofrío recorrer la punta de mis dedos. – Que ya eres mayorcita, ¿no?

Vuela || AitedaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora