Entrada I

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Entrada I

Por la mañana vuelvo a casa.
No quiero volver, no tengo suficiente valor para volver, pero he de hacerlo. Cada ser humano tiene responsabilidades en la vida que le obligan a hacer cosas que no quiere, no le apetece o, sencillamente, no está preparado para hacer o afrontar.
Mi caso es este último.
No hace más de treinta minutos que la mujer de mi mentor me ha encomendado una tarea: poner negro sobre blanco lo que ocurrió aquella noche en el puente, lo que ocurrió la Noche de Samhain, así la ha llamado. En otros sitios se la conoce como «La Noche de las Brujas» y, conmúnmente, también se la llama de otros modos. Aquella noche, en cierta manera, cambié mi destino.
Mara la llama también la «Noche del Puente».
Aquella noche sucedieron cosas, me sucedieron cosas, nos sucedieron cosas. Cosas de las que no me atrevo a hablar porque, decirlas, significaría tener que afrontar la realidad y, esa realidad, creo que aún no estoy preparada para afrontarla, pese a que el tiempo se me echa, literalmente, encima y no puedo seguir tapando el sol con un dedo por más que lo intente.
Aquella noche no cambió realmente mi destino, mi destino fue cambiado algunos meses antes: el día de la despedida de soltera de mi hermana Yildiz. El día que decidí armarme de valor, ir de caza y acabar casada.
La Noche del Puente sólo fue una segunda parte de aquella locura. La Noche del Puente fue el final de mi principio. La Noche del Puente fue la misma noche en la que descubrí que, sobre el corazón, la razón no manda.
Aquella noche no pensaba acudir a la cita, no pensaba salir de la casa donde nací, no pensaba abandonar el hogar que había conocido pese a saber que... aquél... ya no era mi hogar, ya no pertenecía a él. Aquella noche, mi intención era quedarme sola en la casa de mis padres, arropada hasta las orejas con una manta viendo alguna película antigua de terror. Aquella noche... nada salió según mis planes.
Aquella noche, una llamada telefónica recibida a la una de la mañana, dio al traste con mis intenciones de hacerme la sorda, la loca y la muda. Pero aquella llamada... lo cambió todo. Sólo una palabra se oyó al otro lado del «hilo» telefónico. Sólo una palabra que, sin embargo, para mí fue suficiente.
Una voz ahogada, dolor en aquella voz, un sentimiento de vacío que rodeaban la única palabra que escuché: VEN.
Y yo fui.
Caminé con paso decidido por las calles plagadas de gente en distintos estados de celebración. Caminé con paso inseguro haciendo repiquetear los tacones finos de mis botas de cuero por los adoquines húmedos de la lluvia. Caminé con miedo en mis entrañas, mariposas en el estómago y alas en el corazón. Caminé y caminé hasta llegar a aquel puente.
Su figura solitaria en aquel lugar era inconfundible. Sus hombros anchos, sus estrechas caderas y piernas embutidas en aquellos tejanos desgastados. Esos cabellos negros como ala de cuervo que se deshacían siempre entre mis dedos cual fino hilo de seda. Las manos firmemente aferradas a la barandilla mirando hacia el horizonte sintiéndole tan poderoso y, a la vez, sabiéndole tan frágil.
Las luces de las farolas iluminaban levemente aquella pasarela y el cielo conjugaba colores, los colores de una tormenta eléctrica tan espectaculares como atemorizadores. La fina lluvia pronto podría dar paso a una fiera tormenta, la misma fiereza que sentía que emanaba de él en algunos momentos.
Me acerqué a él intentando no hacer ruido, pero imposible no hacerlo con la clase de calzado que llevaba sobre aquel suelo. Me oyó. Lo supe en cuanto su postura encorvada dio paso a otra más hierática y casi pude oír cómo su aliento se contenía entre sus labios. Giró levemente la cara y pude ver su perfil. Su sonrisa bajo aquella barba de tres días que me volvía loca fue suficiente para mí. Me acerqué a él buscando el refugio de su espalda cuando él se volvió la mirada de nuevo hacia el río. Me coloqué tras él porque era incapaz de mirarle a los ojos. A esos ojos grises que, siempre que me miraban, lograban convertirme en un tsunami pese a ser yo siempre océano de aguas calmas. Introduje mis brazos por debajo de los suyos y busqué instintivamente por encima de su chaqueta de cuero con mi mano izquierda su pectoral tatuado. Un pectoral tatuado con el mismo tipo de albatros que siempre había visto en mi padre. Las alas del que sabía que había bajo mi mano son más oscuras. Él siempre me ha dicho que son las del color del océano, los colores de mi nombre.
Apoyé mi mejilla en esa espalda que tantas veces a escondidas había besado y lo hice una vez más mientras las primeras lágrimas se confundían con las gotas de lluvia que resbalaban por mis mejillas. No tardé en sentir su cálida mano aferrando la mía.
-Has venido -susurró-. Tarde, pero has venido. Y si estás aquí significa que los secretos tienen que acabar.
-No estoy lista para ello -le dije-. Aún no.
-Aún no -repitió Berkant-. Si no estás lista aún, ¿cuándo, Derya? ¿Cuándo? Estoy harto de ocultarme. Estoy harto de toda esta mierda.
Sentía la rigidez de su cuerpo e imaginé que sus manos se aferraban con fuerza a esa barandilla tornando sus nudillos blancos.
-Lo sé -volví a susurrar.
Las palabras salían ahogadas de mis trémulos labios. Comencé a temblar, no sé si porque estaba calada hasta los huesos y estaba aterida de frío o porque el miedo me hacía reaccionar así. Debió sentir que me derrumbaba porque decidió girarse y abrazarme. En el momento en el que lo hizo, dejé de tiritar. Apoyó la cabeza sobre mi coronilla y habló firmemente.
-Pasa la noche conmigo. Pasa el resto de esta noche conmigo y te daré todo el tiempo que necesites.
Sus palabras fueron mi sentencia. No fui consciente en ese momento de que, al decir sí, el sendero de mi destino abría un abismo bajo mis pies. Al decir sí, consiguió, por lo que esta noche me ha dicho Mara, lo que realmente quería: ponerme en una situación tal que sólo un milagro podría salvarnos de la ira de mi padre.
Y el milagro sucedió el mismo día en el que supe que no tendría escapatoria. El milagro acontenció aquella fría mañana de diciembre; vino encarnado en la persona de Sean Patrick O'Banyon, «Paddy» para amigos y familiares, y acompañado de la protección de su mujer Mara que, en aquel desesperado día, aparecieron en Estambul como dioses bajados del mismo Olimpo para sacarme de Turquía y regalarme un tiempo que realmente necesitaba en la tierra de las leyendas.

El diario de DeryaWhere stories live. Discover now