4. Un lirio

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París, 1787

A pesar de que la fianza de Charles fue pagada, la noticia de que tuvo que abandonar el país consternó a toda la familia Lemierre. El mayor de los hermanos había conseguido traspasar las fronteras en dirección a territorios prusianos muchísimas semanas después, acompañado por unos cuantos prófugos. Desconocían la causa de aquella huida y, probablemente, no tenían más remedio que aceptar la ausencia de Charles en sus vidas, no sin profundo pesar.

Mientras tanto, los días, meses y años se escurrían alrededor de un joven Sylvain. Gozaba de la aparente libertad que sus recién cumplidas dieciocho primaveras le otorgaban, aunque esa libertad no era más que una palabra.

Su vida había transcurrido sin sobresaltos, sin grandes anécdotas que contar, sin respuestas a todas sus preguntas acerca de su hermano. A excepción de las insistentes prohibiciones de su madre para visitar el centro de la ciudad, Sylvain disfrutaba de una comodidad desesperante en casa. Anne-Marie, habiendo asimilado costosamente la marcha de su primogénito, se volcó por completo en la educación de Sylvain o, más bien, su control.

Con un terrible suspiro mientras se preguntaba acerca del sentido se su vida, Sylvain sumergió sus manos en el agua del cuenco.

Enjuagó su rostro con lentitud, evitando que el agua le entrase en los ojos. Todavía oía las risas que provenían del piso de abajo. ¿Por qué habían tenido que venir tan temprano? No es que tuviera que darse prisa en recibir aquella visita, pero estaba cansado de tener que sentarse a sonreír.

Contempló su rostro en el pequeño espejo que, sobre la sencilla pila de su alcoba, le devolvía un reflejo extraño de sí mismo. Se reconocía, por supuesto, pero no le gustaba lo puntiaguda que era su nariz. Giró la cabeza sutilmente para observarse con curiosidad. ¿Era atractivo? No estaba seguro, pero le agradaba la finura de sus rasgos y el azul de sus ojos. En más de una ocasión Savary le había mencionado que era la viva imagen de su madre sin vestido ni maquillaje.

Encogiéndose de hombros, procedió a secar su rostro con un pequeño paño de lino. Su alborotado cabello no tenía remedio, por lo que no se molestó en intentar domarlo. Se abrochó la chaquetilla sin prestar mucha atención a la hora de emparejar los botones, pues lo taparía con la casaca.

Cada vez le costaba más abandonar su alcoba y mentalizarse de las horas que debía compartir con su madre y sus visitas. Si tan sólo pudiese hacerse invisible y dar un paseo hasta su colina... Se topó con Chrystelle mientras bajaba las amplias escaleras. La mujer, que apenas había cambiado algo en siete años, no tardó en escandalizarse silenciosamente, y acudió presta a arreglar el desaguisado de sus botones.

—Pareciera que hubiéseis salido de un gallinero, señor.

—Si se me hubiera avisado antes que teníamos visita tal vez hubiera tenido más tiempo para lucir decente —suspiró Sylvain.

—Oh, no os culpo, aunque digamos que ha sido algo improvisado —dijo Chrystelle con una sonrisa—. Algo me dice que disfrutaréis de la mañana, así que no os entretengo más.

Sylvain quiso preguntar a qué se refería exactamente con aquello, más no tuvo ocasión de hacerlo. Su antigua cuidadora y doncella de confianza ya había subido las escaleras para llegar al segundo piso, probablemente con intención de arreglar su habitación como todas las mañanas. Chasqueó la lengua algo molesto. Le había pedido en numerosas ocasiones que no se encargase más de su alcoba, pero Chrystelle hacía oídos sordos.

Sylvain ©Where stories live. Discover now