38. La memoria del olvido

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Incapaz de conciliar el sueño de nuevo, Sylvain se limitó a acariciar la espalda de Darrell en silencio. Éste se había quedado dormido con la cabeza sobre sus piernas mientras esperaban, en la alcoba del francés, a que el doctor terminara de comprobar el estado de Anne-Marie. Había perdido la cuenta de las noches que transcurrieron tan anodina y repetitivamente, pero algo que decía que aquella sería la última.

Había algo distinto en el ambiente, como si el aire se hubiese contaminado con el aliento de una presencia oscura en la vivienda. Era silenciosa, serena, pero deambulante, y de vez en cuando juraba sentir alguna brisa helada a su alrededor. Darrell le había dicho que simplemente estaba exhausto, pero Sylvain tenía la certeza de que la muerte les estaba haciendo una visita.

Todavía recordaba, compungido, la última conversación que tuvo con su madre hacía tres días. Por tal de animarlo, Evelyn lo invitó a pasear con ella, Chrystelle y Arélie, pero las risueñas mujeres no lograron sonsacarle algo de dicha.

—No se lo tengas en cuenta —le había dicho Savary con gravedad aquel mismo día—. Me temo que tu madre ha comenzado a sufrir los delirios de los que hablaba el doctor.

Pero Sylvain sentía que no hubo delirio en su forma de hablar o de actuar por aquel entonces. Fue aquella noche cuando había comenzado a decir cosas sin sentido, pues su madre creyó que el propio doctor era Charles, que venía a verla. Nadie logró sacarla de sus febriles ensoñaciones y, de vez en cuando, todavía la oía llamar en la distancia a su hermano, proclamando que ése era su único hijo.

Sabía que ya no había vuelta atrás desde aquel acontecimiento y que no debía culparse, pero el dolor continuaba latiendo en su pecho como el recordatorio de su propia derrota. Ni siquiera le había reconocido en cuanto insistió que le dejasen verlo, y aquello terminó de romperle el corazón en mil pedazos. Había alegado que era un joven muy apuesto, y le preguntó quiénes eran sus padres y cuál era su nombre. Savary se afanó en intentar consolar al Lemierre, quien ya había comenzado a sollozar en silencio por enésima vez.

Darrell se movió un poco, todavía dormido. Sylvain había insistido en que se marchase a dormir a su casa, que él lo mantendría al tanto de todo, pero el inglés se había negado en rotundo. Repetía que no pensaba dejarlo solo bajo ningún concepto, al menos durante aquellas fatídicas noches. Cubriendo su cuerpo un poco más con las mantas, Sylvain se recolocó ligeramente mientras descansaba la espalda en el cabecero de su cama, drenado de energía.

Mientras contemplaba su pacífico rostro en su dormitar, no pudo evitar preguntarse qué habría ocurrido si nadie hubiese descubierto aquellas cartas jamás. Tal vez no habría podido frenar la enfermedad de su madre, pero estaba seguro de que nada habría acabado siendo tan injusto. Pensando egoístamente, ni siquiera le importó que Evelyn nunca volviera a ver a su hermano, y se echó a temblar al recordar las proféticas palabras de su tío Ludovic.

Tres débiles golpes sonaron en la puerta. Apenas dos segundos después, la figura de Chrystelle hizo su aparición en la habitación con su expresión ensombrecida por las noticias que traía. No hizo falta que dijera nada, pues Sylvain entendió a la perfección que era hora de moverse. Esperó a que la doncella abandonase la estancia para, muy suavemente, depositar la cabeza del pintor sobre la almohada.

Éste no tardó mucho en abrir los ojos, de igual forma. Algo desubicado, Darrell se incorporó con cierta dificultad por el entumecimiento de su cuerpo y, entrecerrando los ojos, contempló a Sylvain. El último le dedicó una amarga sonrisa que no necesitó palabras para decirle por qué se había levantado.

—Seguid durmiendo, mi amor —susurró Sylvain con sosiego, invitándolo a tumbarse de nuevo mientras acariciaba su rostro—. Apenas habéis conciliado el sueño estos días.

Sylvain ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora