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Madrid se encuentra cubierta bajo una constante cortina de agua. La luz de las farolas se refleja en los riachuelos que recorren las calles cuesta abajo. La gente corre apresurada buscando salvaguardarse de la tormenta.

Camino lento, con la vista fijada en mis zapatos. Al igual que los riachuelos, reflejan la imagen de la ciudad pero con un tono más triste. Mi paseo se alarga durante una gran parte de la tarde, tratando de ahogar mis dudas en el agua que no me puede mojar.

Una suave melodía llega a mis oídos rebajando el resto de mis sentidos. Es un leve tarareo que me pone la piel de punta. Miro a mi alrededor buscando la persona causante, encontrándome prácticamente sola en la calle. Como si de una señal se tratase, un resplandor a mi izquierda me hace fijarme en el local allí situado. Con nada que perder me adentro en aquel pequeño bar.

Aún con voces a mi alrededor continúo escuchando la melodía, cada vez más clara según me acerco a un pequeño escenario vacío. Al llegar trato de localizar un altavoz que esté reproduciendo ese suave sonido que acompasa mis latidos, sin resultado alguno.

El dueño del bar sube el pequeño escalón que hace de escenario y se presenta frente al micrófono. Tras unas cortas palabras de agradecimiento hace mención a la artista que va a animar la noche, Eilan Bay. Se baja del escenario y una figura que bien conozco aparece para sustituir su lugar.

Enfundada en un traje oscuro se coloca frente al micrófono ajustándolo a su altura. Trastea con la guitarra que lleva colgada al hombro, se aclara la voz y cierra los ojos.

Las vibraciones de las cuerdas recorren mi cuerpo creando olas de placer a las que no tardo en sucumbir. Sus finos dedos golpean cada una de ellas con sumo cuidado, casi como si tuviera miedo de hacerlas sonar fuerte y que la atención se dirija a ella. Pronto, la melodía que me había guiado hasta ella comienza a salir de sus labios.

Suaves y delicadas, así salen las palabras de su boca. Se recrea en cada una de ellas, dándoles la importancia que merecen antes de pasar a la siguiente. Su pecho asciende al compás de su canción, llenándole a ella antes de compartir con el resto. Necesita la música, es su vía de escape, su alma al desnudo, su corazón navegando sin rumbo.

Con unos últimos rasgueos finaliza la canción. Sus ojos tardan unos segundos en abrirse, pero cuando lo hacen se clavan en mí. Siento que, al igual que puedo percibir su esencia sin capas de más, ella me ve. Me ve. Sonríe mostrando la dulzura en ella y agradece los aplausos del público, aún más gratificantes que los de un teatro al completo, pues se trata de sus sentimientos escritos con su puño y letra en una servilleta de cafetería que dejó en aquella mesa.

Se baja del escenario y accede a la parte privada del bar. Me tomo unos momentos para tratar de recomponerme y sacar algo en claro que no sea su obvia belleza exterior e interior. Sin haber llegado a una conclusión me siento atraída a la salida del local. Acepto que mi noche se ha terminado y marcho detrás de un cliente.

Fuera me recibe una lluvia más calmada y una temperatura que continúa en descenso. Comienzo a andar cuando el sonido de un mechero me frena. En el callejón, escondida entre sombras, se encuentra Natalia. De la manera más seductora que he podido presenciar enciende su cigarrillo y deja escapar su primera bocanada de humo. Hasta una acción tan cotidiana como respirar es capaz de hacerla especial.

Me coloco junto a ella apoyada en la pared, apreciando el silencio interrumpido por sus aspiraciones y sus lentas expiraciones. Piensa en su hermana. Tiene el billete de transporte público en el bolsillo trasero y no cree que vaya a poder dormir de la necesidad de verla al día siguiente. Si por ella fuera se quedaría en Madrid pero no hay nada ni nadie que le sirva de anclaje. Su única opción es juntarse con su hermana y buscar un lugar que haga de hogar para ambas. Han vivido juntas antes pero no pudo protegerla como va a hacer a partir de ahora. No podría soportar que le hicieran daño, no a Elena.

Tira el culo del cigarro al suelo y lo apaga con la suela de su zapato. Se irgue, se cuelga la guitarra del hombro, y guarda su mechero en bolsillo. No consigo identificar el dibujo en él, pues unas bandas de colores para mí no son más que tonalidades de grises.

En apenas un murmullo distingo un 'adiós' que precede a su ausencia.

Somebody's wings - AlbaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora