Capítulo 10

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Lizzy:

Suelto un suspiro cuando pienso que Alberto estuvo a punto de besarme. Miro al pequeño travieso en mis brazos.

—¿No podías esperar unos minutitos más? —miro con reproche al bebé en mis brazos. Ian me mira y me regala la sonrisa más linda de todos. Acaricio su pequeña mejilla y lo arrullo en mis brazos. Poco a poco sus vivaces ojos azules empiezan a cerrarse. Cuando está profundamente dormido lo acuesto en su cunita. Volteo para mirar a Astrid quien duerme plácidamente en su camita.

Mis nervios están a flor de piel cuando me doy cuenta que tengo que regresar a la sala donde aún se encuentra Alberto. Mi corazón da un vuelco cuando recuerdo sus labios rozar los míos. Hago acopio de toda mi valentía y salgo de la habitación de los mellizos.

Cuando llego a la sala veo a Alberto sentado en la sala, con su cabeza apoyada en el respaldar del sofá. Cuando se da cuenta de que estoy ahí abre los ojos y se endereza. Sus ojos conectan con los míos, me quedo parada mirándolo sin emitir ningún sonido.

Alberto se pone de pie con lentitud y se acerca a mí. No puedo dejar de mirarlo, ya lo tengo frente a mí, muy cerca. Alberto me mira desde su altura, no logro descifrar su expresión.

—Alberto —susurro.

—Calla —musita sin dejar de mirarme—, ahora me toca a mí hablar.

Mi estomago se encoge ante su voz brutalmente seria, relamo mis labios con nerviosismo. Los ojos de Alberto se oscurecen mirando mis labios.

—No entendía porque te habías ido, por más que trataba entenderte no lo conseguía —empieza a decir con voz suave—, me sentía dolido y muy resentido contigo. Pero con el pasar de los días comprendí que yo tenía parte de la culpa, fui tonto, ahora lo sé. Debí tenerte confianza sobre todo sabiendo lo mucho que te costó confiar en mí, me disculpo por eso.

<< La situación con Marcelo me sobrepaso y no supe actuar de manera correcta. Debí escucharte a su debido momento antes de sacar conclusiones apresuradas. Ya no quiero que te disculpes más conmigo soy yo quien debe hacerlo. Discúlpame Lizzy, lo lamento tanto. Siento mucho la manera en la que te trate desde que regresaste.

Mis ojos se llenaron de lágrimas con cada palabra de él decía. Sus manos hasta ahora inertes acunan mis mejillas.

<< Te amo, y eso no ha cambiado en todo este tiempo. Lo único que quiero es estar a tu lado, no deseo que perdamos más tiempo en resentimientos tontos, ambos nos equivocamos, pero el destino nos hizo volver a encontrarnos. No desaprovechemos esta oportunidad.

Mis lagrimas caen con emoción, no puedo creer lo que Alberto me dice. Una tímida sonrisa se dibuja en mis labios.

<< No llores, mi amor —dice con voz cálida limpiando con sus pulgares las lágrimas que mojan mis mejillas—. Solo quiero pedirte que a partir de ahora nos tengamos confianza, no dejemos que nada ni nadie intervenga en nuestra relación. Seamos lo suficientemente maduros para saber sobrellevar cualquier situación.

Asiento con la cabeza sin poder emitir ninguna palabra, mi corazón late frenéticamente cuando siento sus labios rozar los míos en una leve caricia. Sin poder reprimir mis emociones empiezo a llorar, cubro mi cara con mis manos y lloro dejando ir toda la tristeza, frustración y tensión que tenía en mi cuerpo desde hace varios días.

<< Tranquila, ya todo paso —susurra quitando mis manos de mi rostro—, no llores más amor.

—Lo... siento —balbuceo mirándolo a través de mis lágrimas.

—No te disculpes más por favor —me pide con el ceño fruncido—, dejemos todo esto atrás y comencemos de nuevo. ¿Quieres?

—Si —musito sonriendo.

Me da un pequeño beso y me abraza.

—Ven, quiero que me digas todo lo que te ha pasado en este último año.

Me jala hasta el sofá, se sienta y me hace sentarme sobre sus piernas pasando sus brazos por mi cintura pegándome a su pecho.

No sé cuánto tiempo ha pasado desde que nos acomodamos en el sofá, pero lo hemos pasado conversando y contándonos todo lo que nos ha sucedido todo este tiempo que hemos estado separados.

—Te extrañe —me dice de pronto cuando nos quedamos en silencio—, me hiciste falta.

—También me hiciste mucha falta. —Escondo mi cara en el hueco de su cuello—. Cada vez que me sucedía algo lo primero que quería era contártelo, pero siempre era una desilusión cuando me daba cuenta que no podía contarte nada.

—Ya estoy aquí —murmura contra mi oído.

Su cálida mano sube y baja sobre mi espalda, mientras que la otra descansa sobre mi pierna. Me separo ligeramente de él para poder mirarlo a los ojos. Acerco mis labios a los suyos y lo beso, al principio el beso es ligero e inocente, pero con el trascurso de los segundos se torna más hambriento, su lengua juega con la mía arrancándome suaves suspiros. La caricia de su mano ahora la siento debajo de la camiseta, erizando mi piel con su toque.

La mano que antes estaba en mi pierna sube hasta sujetar mi cintura, con agilidad me ayuda a sentarme a horcajadas sobre él. Puedo sentir como su cuerpo esta tan ansioso como el mío. Un fuerte jadeo se escapa de mis labios cuando presiona mi cadera contra la suya.

Mis manos se meten debajo de su camiseta, quiero chillar de emoción cuando al fin puedo sentir su firme cuerpo contra mis dedos, quito la prenda que me estorba y la tiro descuidadamente sobre el sofá. Sus dedos desabrochan con rapidez el botón de mi jean y entre respiraciones agitadas y besos descoordinados me quita mi camiseta tirándola al suelo detrás de mí.

Lo miro a los ojos, muestras respiraciones son irregulares, pero no podemos dejar de sonreír como tontos. Alberto estira la mano y baja con lentitud la tira de mi sujetador, cuando se dirige a la otra tira la puerta de la casa se abre de improviso sobresaltándonos.

—¡Mierda! —chillo poniéndome de pie. Alberto suelta una imperceptible risita y se pone de pie.

Frente a nosotros están Gonzalo con una expresión de sorpresa y María Fernanda quien sonríe de oreja a oreja.

—Pero mira nada más, nene —se cruza de brazos y su sonrisa se agranda enseñando sus dientes—alguien estaba a punto de hacer sus cochinadas en nuestro sagrado hogar.

Gonzalo la mira y sonríe. Por mi parte me apresuro a recoger mi camiseta poniéndomela con rapidez. Siento mis mejillas completamente rojas por la vergüenza, miro de reojo a Alberto quien parece relajado con la situación.

—No seas exagerada, enana —se inclina sobre el sofá y coge su camiseta. La pasa por sus brazos y cubre su trabajado cuerpo privándome de tan fabulosa visión—, y ya que decidieron regresar nosotros debemos irnos.

—¿Por qué el apuro, hermanito? —cuestiona sonriendo.

Alberto toma mi mano y me jala hasta la puerta.

—Porque debemos ponernos al día, hermanita.

—¡Alberto! —exclamo avergonzada siendo arrastrada sin poder despedirme de los dueños de la casa. Antes de que Alberto cierre la puerta detrás de nosotros podría jurar que vi a Mafer y Gonzalo chocar las manos.

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