Plaza España

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Abandono el primer autobús y me apresuro a llegar a la isleta. Contemplo a todos los transeúntes: a los que se detienen como yo para proseguir su camino por San Vicente y a los que continúan recto hacia la boca del metro o se disponen a tomar la línea que los lleva a la playa; a los que pasan de largo y se ocultan tras Pintor Benedito y a los que se pierden en la lejanía de la gran vía.

Miro al frente y contemplo el vestíbulo de la escuela de inglés al otro lado del cruce y a la línea 80 detenerse un poco antes. Escucho las ajenas conversaciones que se cruzan a mi alrededor como una vorágine. Un abogado trajeado que atrapa una carpeta bajo el brazo y habla por teléfono con su jefe sobre un asunto importante. Dos amigas erasmus que visten pantalón corto y vestido de tirantes en marzo. Dos jubiladas que hablan sobre pedir un par de churros en el puesto que han colocado frente al banco, cuyos maridos hablan sobre la última partida que jugaron a la petanca. Conversaciones que interrumpo en mi cabeza en cuanto siento que tiembla el suelo.

Es el metro bajo mis pies, el eco de los vagones traqueteando sobre los raíles. El temblor se disipa en cuanto el metro abandona la plaza. Siento la velocidad de los vehículos a unos centímetros de mi rostro: los coches que circulan a más de 50 y las motos que conducen en paralelo jugando a ver quién es el más veloz.

El semáforo se pone en verde y todos cruzamos. Se escuchan unos pitidos que indican los segundos de los que disponemos. Nunca son suficientes y siempre me distraigo cuando el autobús de la línea 9 circula a escasos metros de mi cuerpo. Distingo a los pasajeros, reconozco sus rostros y los lugares que ocupan.

Todavía no he llegado alpavimento para cuando los conductores pisan el acelerador y el vehículo ruge,amenazando con arrancar sin importar quién ocupa la calzada en ese instante.Entonces, el semáforo cambia de color y echo a correr.

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