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Después de que Daniel se fuera, Alexander se encaminó hacia el lúgubre bar que solía frecuentar. Este lugar de mala fama estaba situado en una de las zonas más desfavorecidas del pueblo, donde parecía que el tiempo se hubiera detenido.

Allí convergían todo tipo de almas atormentadas: prostitutas acosadas por la desesperación, escritores bohemios abrazados a sus sueños rotos y asesinos a sueldo con miradas gélidas. Pocos caballeros se aventuraban a pisar ese abismo de perdición.

Y sin embargo, era precisamente ese ambiente lo que atraía a Alexander. Le fascinaba poder mezclarse con aquella gente y dejar atrás las rígidas convenciones sociales que lo asfixiaban. Perderse durante horas en ese mundo marginal era su modo de escapar de la opresiva formalidad que lo agobiaba.

Alexander se hundió en una butaca desvencijada, encendiendo un cigarrillo con manos temblorosas. Luego, tomó un sorbo de su droga predilecta: una bebida alcohólica destilada llamada ajenjo, una mezcla letal de alcohol y absenta, a la que se añadían otros extractos vegetales como hinojo, bálsamo de limón y anís. Al diluirla con agua, adquiría un color verde amarillento opalescente y un sabor intensamente amargo y anisado.

Sin embargo, este brebaje había abierto su propio expediente de enfermedades, como el absintismo, cuyos síntomas incluían alucinaciones, convulsiones e incluso psicosis. Pero Alexander no podía resistir la tentación de hundirse en la vorágine de aquel líquido verdeoscuro, que parecía ocultar algo más que un simple placer efímero.

En ese momento, Alexander se encontraba recostado en el regazo de Miss Lovely, una amiga prostituta. La mirada de Alexander estaba perdida, nublada por los efectos alucinógenos que había consumido. En medio de su aturdimiento, brotaban dolorosos recuerdos de su pasado, una herida que intentaba sanar inútilmente una y otra vez.
De repente, una escena de su infancia regresó a su mente: la humilde casa en las afueras de Avon donde sus padres acaloradamente discutían. Podía escuchar los furiosos gritos de su padre ordenándole a su madre, Michelle Lavoy, que no saliera mientras ella abría la desgastada puerta de madera. Michelle estaba impecablemente arreglada.

----¡Tú no puedes controlarme! Me iré de aquí y me llevaré a mi hijo.----exclamó Michelle con determinación, el dolor y la rabia tiñendo cada una de sus palabras.

---Ahora eres tan distinto al hombre que alguna vez amé.---confesó Michelle entre lágrimas amargas, apretando los puños con furia mientras miraba fijamente a Paul, con su corazón acongojado reflejado en su rostro.

----¡Eres una ramera! ¿Acaso crees que no sé a dónde vas? ¡Corres a los brazos de tu amante, ese miserable de Roger Ackroyd! ¡Todos los días te revuelcas con él! ---- exclamó Paul con un tono cargado de ira e irónico. Luego, Paul la agarró fuertemente de los brazos, pero ella logró escapar rápidamente. En respuesta, él le propinó un golpe tan fuerte en la cara que la hizo trastabillar y caer al suelo. Michelle se tocó la mejilla, que estaba enrojecida y ardiente por el impacto. Sentía un calor abrasador, que no era tan fuerte como el odio que empezaba a hervir dentro de ella hacia aquel hombre.

Mientras tanto, en un pequeño rincón, se encontraba Alexander, un niño de siete años, jugando distraídamente con sus juguetes en el suelo, ajeno a la escena que se desarrollaba.

Al levantarse, Michelle sacó con manos temblorosas una pistola de su cartera y, cegada por la furia, apuntó el arma contra su marido. Alexander soltó los juguetes, se levantó y miró atónito todo el escenario. Michelle dio un fuerte suspiro y quitó el seguro del arma. Momentáneamente, disparó varias veces en el cuerpo de Paul, tomándolo por sorpresa, sin que él pudiera hacer algo. Después, Michelle volvió en sí y se dio cuenta de lo que había hecho. Soltó la pistola y dio un grito ahogado, lleno de horror y remordimiento.

Oscuros Placeres Secretos Donde viven las historias. Descúbrelo ahora