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   ¿Qué es lo que puede hacer una chica de veinte años en una farmacia a las dos de la madrugada? A mi parecer hay tres opciones: compresas, prueba de embarazo, condones o anticonceptivos.

   En mi caso era la tercera, y no, no eran para mí. Obviamente no, vamos, ¿quién querría acostarse conmigo? No, mierda, no vayas a pensar que soy esa chica sexy que dice ser horrible y termina viéndose en realidad como Bárbara Palvin.

   Obviamente soy sexy, el problema es que nadie quiere estar conmigo porque soy demasiado... ¿cómo decirlo sin ofender a los hombres? Vamos, no se ofendan, ¿ok? Ok.

   Soy demasiado mujer para esos gilipollas que creen que debemos ser perfectas cuando ellos no son capaces ni de afeitarse el culo para no verse como gorilas.

   En fin, los condones eran para el novio de mi hermana. El estúpido llegó a nuestro apartamento listo para una noche caliente, de paso se coló en mi habitación para darme dinero y enviarme a la farmacia por condones —se le olvidaron en casa—.

   Así que allí estaba, buscando condones talla L para mi cuñado. Sí, cuñado, porque no lo puedo llamar de otra forma. ¡Es el ser humano más irritante del mundo! Y una especie de amigo también, pero sigue siendo un irritante hombre de veintitrés años que se comporta como un adolescente y necesita de mi ayuda para pasar el ramo de matemáticas en la universidad.

   Idiota.

— ¿Talla normal o una en específico? —preguntó la dependienta de la farmacia. Me froté un ojo con la mano libre.

Talla L —gruñí con somnolencia. El maldito me había levantado de la cama con urgencia y me envió en pijama a la calle, no tuve tiempo ni de coger mi chaqueta así que llevaba la suya.

   Noté el rostro impresionado de la dependienta, se acercó y me miró de pies a cabeza, luego negó y se alejó en busca de los veinte condones que le pedí.

   Ya, seguro me estaba mirando el cuerpo. Llevaba un short pequeño y una camiseta de tirantes, los pezones de me marcaban así que me abracé rodeándome con la chaqueta de cuero, así no me seguirían viendo semidesnuda. Soy una persona diminuta, en realidad, se podría decir que, desde que nací, solo creí un metro (mido 1,53 metros). Seguro la dependienta estaba pensando en que el hombre que iba a utilizar esos condones de talla grande me iba a partir por la mitad, pero no tenía ni idea que la que terminaría partida sería mi hermana.

   Bostecé y volví a frotarme los ojos justo cuando la dependienta volvió. Recibí los condones, le di el dinero justo y me marché caminando apresuradamente, no quería convertirme en tía pronto o tendría que cuidar a un demonio idéntico al padre.

   Caminé rápidamente por la calle que me separaba del edificio departamental, no hacía demasiado frío gracias a que era verano, pero había salido de mi cama cálida al exterior y no dejaba de temblar —estaba descalza por culpa de mi cuñado—. Apenas golpeé la puerta él abrió, iba sin camisa.

—Hace un frío que te cagas, a la próxima me ataré a la cama y no permitiré que me levantes —aseguré mirando al hombre que destruía mis días felices.

—Ajá, hazlo y haré algo más que levantarse a la fuerza —, sonrió de lado, esa sonrisa mataperras no me provocaba nada. Le di la bolsa con condones y me quité la chaqueta para lanzársela a los brazos.

—Estaré en mi habitación, podré música y ustedes van a divertirse, pero no vayas a entrar otra vez diciéndome que se les rompió un condón —, pasé por su lado en dirección a mi habitación—. ¡Por si las moscas pondré llave a la puerta!

—¡¿Qué hago si se rompe el condón?! —exclamó desde su lugar.

—¡¿Qué se yo?! ¿Buscar trabajo y comprar pañales?

   Me encerré en mi habitación al fin. Odiaba con mi vida esas situaciones en que tenía que aguantar las estupideces de ese par.

   Puse en mi reproductor un disco de vinilo de entre los muchos que tenía en un librero, aumenté el volumen cuando Red Hot Chili Peppers sonó en mi habitación, me lancé en la cama y miré al techo pensando en lo que estarían haciendo en la habitación del lado. Suspiré pesadamente y me quité el short de pijama.

   No tenía perro que me ladrara —en ese momento—, así que mis manos debían de servir.

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   Yo no ronco. En serio, no lo hago, jamás lo hice. Pero en aquel momento sobre mi cama había alguien roncando y no era yo. Gruñí, era una suerte que me hubiese puesto grabas luego de correrme mano durante la noche, pues el jodido demonio al que llamaba cuñado estaba acostado a mi lado como si hubiese sido conmigo con quien tuvo una noche de sexo intenso.

   Gruñí con fastidio y giré sobre la cama hasta tenderme sobre mi estómago, hundí el rostro en la almohada durante unos segundos, pensando en lo que debía hacer para librarme de ese estúpido que no me dejaba vivir tranquila.

—Lindo trasero —susurró con un tono relajado y somnoliento contra mi oreja. Suspiré.

—Por lo que más quieras, vete de mi cama —, él se rio de mi petición, en cambio se tendió sobre mí y allí se quedó, ahogándome, aplastándome con su metro noventa, sus setenta kilos de músculo y presionando el bulto mañanero de su entrepierna entre mis nalgas.

—Se está cómodo aquí.

—¿Por qué estás en mi cama ahora? —pregunté levantando la cabeza y poniéndola de lado, me quedé mirando la pared, él apoyó de la misma manera su cabeza hasta que su mejilla se encontró contra mi cabello.

—Sylvana se enfadó antes que pudiéramos hacer nada, ya sabes cómo es tu adorable hermana —. Gruñí en respuesta, comprendiendo. Con mi hermana no nos parecíamos en nada, ella era castaña y yo rubia, ella era de ojos verdes mientras que los míos eran marrones, medía un metro setenta, yo metro y medio. Nuestras personalidades chocaban, era una chillona quejumbrosa y dependiente de mí, mientras que yo era callada, lengua larga, boca sucia y semi-depresiva adicta al sexo.

—Tu pene está clavándose demasiado en mi trasero —murmuré con fastidio, él susurró que lo sentía y bajó la mano para acomodarlo. Lo siguiente que sentí fue el bulto contra una de mis nalgas, ya no estaba entre ellas.

—¿Así?

—Claro, como sea. Vete —. Cerré los ojos un rato, él seguía sobre mí, estaba demasiado silencioso para ser verdad.

—¿Y si tenemos...?

—¡Que te vayas!

—Vamos, Nirvana, tu hermana me odia ahora mismo.

—No quiero preguntar qué le dijiste para que te odie, así que vete —. Volvió a guardar silencio un rato hasta que finalmente abrió esa carnosa y parlanchina boca que se gastaba.

—¿Me haces panqueques para desayunar?

   ¡Ayúdame, Dios!, pensé mientras el bulto de Keith Ritchie volvía a colarse entre mis nalgas y un poco más abajo. Me levanté de golpe en aquel instante, no iba a permitir que mi cuñado siguiera calentando la comida si no iba a comerla.

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   ¿Opiniones? 

   No suelo escribir este tipo de historias, son ligeramente clichés para mi gusto pero estaba aburrida, ¿qué vamos a hacerle? 

   Conozcan a Nirvana y Keith, guardan más secretos de los que creen.

   Por cierto, los de multimedia son Red Hot Chillie Peppers, la canción es Dosed. Es una de mis favoritas de la banda:)

Un cuñado para llevarWhere stories live. Discover now