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   Solía autoevaluarme. Era horrible hacerlo, en especial cuando decidía que todo lo que yo creía y había aprendido de mí estaba mal —aunque no lo estuviera—. Pasé el fin de semana en mi cama fumando como chimenea y durmiendo en ropa interior tirada como un saco de papas.

   Sylvana entró el sábado por la tarde y tosió tanto que decidí abrir la ventana pues en un rato ya llevaba cinco cigarrillos. Me dio una cajetilla que le pedí comprarme de paso cuando salió a la farmacia por condones y, aunque no se lo permití, comenzó a hurgar en mi armario.

—¿Qué haces? —me exalté alzando la cabeza. Ella ni siquiera me miró.

—Busco esa blusa celeste que tienes —, gruñí en respuesta y me dejé caer una vez en la cama.

—¿Saldrás con Keith?

—No, saldré con Sam y Elena —respondió automáticamente. Hice una mueca, Sam y Elena eran sus amigas porristas, esas que llegaban al apartamento y les coqueteaban a mis amigos descaradamente. Me caían bastante mal, pero no tenía por qué decírselo a Sylvana.

—Bien, ¿vuelves temprano?

—¿Por qué tanta curiosidad?

—Voy a masturbarme en la sala —mentí, se suponía que era broma, pero ella se lo tomó aparentemente muy en serio.

—Puede que no vuelva, no lo sé.

   Se marchó del apartamento una hora después con dinero en la cartera —me había pedido prestado un poco—, así que me quedé sola y salí al fin de mi habitación para comer como una cerda, tomé huevos de la nevera para separar de ellos las claras de las yemas y con la primera hacer una crema agregándole azúcar.

   Piqué fruta y la mezclé para luego sentarme a ver televisión comiendo aquel menjunje que podía hacerme subir de peso de una forma terrible. Estaba bastante relajada hasta que me llegó compañía, claro, ¿qué se puede esperar de un apartamento donde los amigos de Nirvana tienen la llave?

—Uf, ¿ese humo viene de tu habitación? —Miré desinteresadamente a Keith y me encogí de hombros con inocencia mientras lamía la cuchara.

   Se sentó a mi lado para mirar el bol que sostenía en mis brazos, me quitó la cuchara para comer también.

—Tienes mejor la boca —dijo con la boca llena de aquella suave y esponjosa crema. Lamí mis labios y asentí con la cabeza mientras le quitaba la cuchara para comer un poco más, compartirla con él no me daba asco en lo absoluto, en realidad... me ponía bastante.

—Mike me trajo un bálsamo, ahora solo está rojo —aclaré pues la hinchazón había disminuido totalmente. Deslicé la lengua por la cuchara limpiándola completamente antes que él la utilizara.

—Tus padres me han parecido horribles —murmuró tras unos minutos en los que solo comimos en silencio. Lo miré de reojo, fruncía sus lindas cejas oscuras—, nadie me había preguntado tantas cosas en mi vida.

—Apuesto que estaban felices cuando les dijiste quién eres —, sonreí sin ánimos, él levantó un brazo para pasarlo sobre mis hombros.

—Tu madre sonreía demasiado, daba miedo —. Keith era hijo del ministro de la Corte Suprema, su familia nadaba en dinero y estaban muy contentos por su relación con la niña bien de una familia compuesta por un militar retirado y la directora del mejor hospital del Estado.

—Normal, le gustaste —dije levantando la mirada, cerré los ojos cuando elevó la mano y deslizó la punta del dedo índice desde mi frente a mi mentón pasando por mi entrecejo, mi nariz y mis labios.

   Sonreí cuando lamió las comisuras de mis labios, como normalmente ocurría mis ojos se achinaron y mis mejillas se volvieron ligeramente rojas. Keith solía bromear sobre mi similitud con la de un gatito diminuto y tierno, decía que era adorable... tal vez eso era lo que le gustaba de mí, que me veía como si fuera un gatito indefenso mientras que dentro tenía un león siempre listo para rugir.

   Sylvana era lo contrario. Parecía una diva perrísima, pero era demasiado seria, tímida y callada.

—Tenías crema en los labios —susurró cerquita de mi boca. Entreabrí los ojos sin dejar de sonreír y hundí los dedos en la crema, le manché la boca y la barbilla.

—Ahora tú tienes crema —, lamí su barbilla, comencé por el mentón, deslicé la lengua alrededor de sus labios los cuales terminé chupando suavemente hasta dejarlo limpio y húmedo por completo.

—¿Tienes que llevar todo al lado pornográfico? —preguntó tomando mi mano para lamerme los dedos, se los metió en la boca completos y con su lengua limpió la crema.

—Viniste al apartamento sabiendo que Sylvana no está —susurré—, vienes a tener sexo conmigo —. Intenté lucir indiferente ante lo dicho, él no pareció notar lo disgustada y triste que me ponía decirle eso.

—Vine a estar contigo —, tomó el bol con crema y lo dejó en la mesilla de centro, luego volvió a mí para tumbarme en el sofá y descansar su cuerpo sobre el mío. Me abrazó como un niño que se acurruca contra mamá, su cabeza descansó en mis senos expuestos por el sujetador.

   Elevé la mano, titubeé, pero terminé por hundir mis dedos en su cabello y dejar suaves caricias en la zona de la nuca.

   Me negaba a lo que sentía por él. Una cosa era tener sexo con él, otra muy distinta era enamorarme... era mi cuñado, mi melliza era su novia. Mi melliza. La mujer con la que me formé en el vientre de nuestra madre, esa que se llevó todos los atributos físicos mientras que yo me quedé con la personalidad.

   Tener sexo con mi cuñado no era algo tan grave como enamorarme de él.

—¿Nirvy? —Oí susurrar a Keith. Hice un ruidito de interrogación. Él alzó la cabeza y me miró a los ojos—. Sabes que te amo, ¿verdad?

   Guardé silencio mientras lo miraba, acaricié su mejilla un momento antes de enredar los dedos en su cabello y tirar de él para que me besara. Me tragué el nudo en la garganta mientras su lengua invadía mi boca, seguía teniendo un sabor dulzón.

   Me aferraba a la idea de que el sexo era todo lo que me hacía seguir estando con él, lo que me hacía aceptarlo una y otra vez entre mis piernas. Pero follar diez veces con él no se comparaba en lo absoluto a ver sus ojos brillantes cuando me miraba y su sonrisa boba de enamorado. Amaba que me tomara las manos mientras me lo hacía en la posición del misionero, temblaba de pies a cabeza con el solo roce de sus labios en algún rincón de mi cuerpo, deseaba comérmelo a besos, comérmelo a besos y no compartirlo con nadie.

   Ya no quería seguir siendo una aventura, la sola idea me hacía débil, mis ojos se inundaban siempre que pensaba en lo que éramos. Era como tomar un boleto de avión, volar entre las nubes y descender a la realidad.

   Es loco, me di cuenta. Mientras abría las piernas para él y lo veía ponerse el condón pensé en lo que me estaba haciendo a mí misma. Con cada empuje que daba dentro de mí estaba enamorándome y haciéndome una adicta a él, giré hasta apuntar al techo con mi espalda, pegué la mejilla al sofá y me permití dejar caer algunas lágrimas al mismo tiempo que gemía sin pausa o control.

   Me había enamorado como una estúpida de Keith Ritchie, de su risa, de sus ojos, de su voz, de sus vicios, de la forma en que me decía que me amaba, de sus sensuales muecas cuando se corría entre mis piernas o en mi boca.

   Estaba perdida, y de alguna retorcida forma... me gustaba.

Un cuñado para llevarWhere stories live. Discover now