CAPÍTULO I: NINA HAGEN

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— ¡Maldita sea, Flake! — exclamó Paul Landers. Dirigió una furibunda mirada a su delgado amigo y le empujó con todas sus fuerzas, haciéndole aterrizar sobre el húmedo asfalto—. Dinero tirado a la basura. ¡Mi dinero se fue a la mierda! Me lo vas a pagar, eh, pendejo.

— ¡No es mi culpa de que se ponchara el neumático! — contestó Christian Lorenz —. Pudiste caminar o pudiste ayudarme a cambiarlo, pero no, te quedaste ahí echado, eres un flojo.

— ¿Flojo? ¡Fui yo el que subió todo el equipo a la furgoneta mientras tú dejabas que un pseudointelectual te lamiera las bolas por tus mediocres habilidades con el teclado!

Días atrás, Paul consiguió entradas para ver a la mismísima Nina Hagen en concierto. Las compró al doble de su precio original a un revendedor que olía a hierba y a grasa de restaurante de comida rápida. Y ahora, por culpa de Flake y su poca experiencia cambiando llantas, se había perdido de la presentación. Las puertas fueron cerradas. El edificio retumbaba debido al sonido de las guitarras y podían escuchar los gritos de la audiencia. La ofensa era mortal. El insulto era grave. Landers se vio obligado a pelearse para vengar su dinero gastado.

— ¡Te mataré! — exclamó, abalanzándose hacia Lorenz. Parecía dispuesto a llegar a las últimas consecuencias.

Flake, que le miraba aún desde el suelo, gateó hasta la acera. No quería que fuesen arrollados y morir de la manera más patética posible; por llegar tarde a un concierto de Nina Hagen.

— ¡No huyas, cobarde!

Entonces por un vergonzoso instante, se tropezó con las agujetas de sus propias botas. Ahora no sólo Flake estaba en el suelo, sino que él también. ¿Ahora quién tenía dominada la situación? Ninguno. Eran un par de veinteañeros con ridículos cortes de la época gritándose insultos de primaria bajo la estrellada noche de Berlín.

— ¿Podrían callarse la boca de una puta vez? — preguntó una voz femenina a pocos pasos de ellos.

Una mujer, que había estado observando la escena muy divertida, soltó una carcajada y se situó frente a ambos. Desde ahí abajo, Paul la vio altísima.

— Me he perdido de esto —apuntó el pequeño auditorio. La iluminada cartelera que anunciaba a Nina Hagen se apagó tras un chispazo —. ¿Cómo se supone que reaccione?

— No me importa, levántense, que si pasa una patrulla y los ve así, se los llevará — contestó muy seria, tendiéndoles los brazos. Paul no aceptó la ayuda, en cambio Flake, sí —. Tienes las nalgas todas mojadas — ella avisó a Landers y él se puso las manos en el trasero. Era verdad. Más patético no podía verse, pensó.

— Gracias — dijo Flake, arreglándose la ropa.

— Así que se les hizo tarde para ver a Nina, ¿eh? — les preguntó la joven de cabellos alborotados. Esbozó una sonrisa, dejando ver sus dientes manchados por lápiz labial rojo. Se iba a divertir mucho cuando contara la historia a sus amigos:

«Dos pendejitos peleándose en medio de la calle. Uno enano y el otro en los huesos»

— Si ya lo sabes, para qué preguntas — replicó Paul. Fruncía el ceño como lo hacían los niños.

— Pueeees... — de entre su gastada chaqueta de cuero negro, la mujer extrajo un pase color blanco y negro con la imagen de la artista ya varias veces mencionada. Decía: «Producción maquillística». ¿Maquillístico era siquiera una palabra real? Se preguntaron tanto Landers como Lorenz.

— Siempre creí que ella lo hacía todo sola — mencionó el de gafas.

— Pues no — dijo ella con expresión triunfal. Guardó el pase en uno de los bolsillos internos de su chamarra —. Puedo hacer que les dé un autógrafo, incluso, puedo hacer que salgan de fiesta con nosotras.

— Ay. Ajá — soltó el rubio oxigenado de pelos parados —. ¿Cómo sabemos que no nos estás engañando para luego secuestrarnos y vender nuestros órganos a practicantes de magia negra?

Ella se volvió hacia Paul, casi ofendida. Le sacaba unos cuantos centímetros de altura y, además, no temía defender su orgullo a los golpes. Sus ojos se encontraron y la desconocida dijo:

— Mírame, ¿mi apariencia no dice maquillista? — dio dos vueltas, permitiéndoles analizarle.

Flake asintió, examinándole de pies a cabeza. La tipa era delgada, alta, paliducha y con las pierna largas y las rodillas raspadas. Su figura no era fácil de adivinar, pues su ropa era holgada e iba protegida con capas y capas de prendas. Usaba unas botas de piel, ideales para patear cabezas. Sus ojos estaban delineados de negro hasta la sien, la cara cubierta de polvo blanco que se venía abajo junto al sudor y brillos de colores en los pómulos. Llevaba el cabello alborotado, con cortes irregulares. Y un montón de joyas, seguramente falsas le adornaban cuello, las orejas, los dedos y hasta la cabeza. Sí, parecía lo que decía.

Paul contempló el botón de Feeling B prendado a su chaqueta. Lo apuntó, entrecerrando los ojos.

— Nosotros somos miembros de Feeling B — dijo.

— Ah. ¿Y qué? ¿Quieren ver a Nina o no?

— Si te decimos que sí, ¿qué tenemos que hacer? — cuestionó Paul.

— ¿Tienen hierba? ¿Pastillas? ¿Un cigarrito?

— Se nos acabó todo eso. Ya será para la otra, vámonos Paul.

Flake tomó al mencionado por la manga del suéter, pero éste no se movió.

— No tenemos nada de eso, ¿algo más? — procuró sonar lo más relajado posible.

— Eh. No quiero ningún favor sexual — aclaró, apuntándoles —. ¿Cuánto dinero traen encima?

— A ver, Flake, ¿cuánto traes? — también quiso saber Paul.

— ¿Cómo le daré mi dinero a alguien que ni siquiera nos ha dicho su nombre? — mencionó Lorenz.

— Tienes razón, tienes toda la razón, amigo. Ni siquiera nos has dicho tu nombre y ya nos quieres robar.

— No los quiero robar porque no estoy mintiendo. Creo que lo mereceré cuando les presente a mi amiguísima Nina — se defendió la castaña, pero ya que insistían, añadió:—. Mi nombre es Huma Sierich. ¿Contentos?

— ¿Qué clase de padre le pone Huma a su hija? — Paul arrugó la nariz.

— Una broma más y me voy – les advirtió.

Landers metió la mano en los bolsillos delanteros del pantalón de Flake y le robó la billetera. Le entregó todos los marcos que se encontró.

— ¿Qué te pasa? ¿Por qué le das todo eso? — preguntó la víctima de robo.

— Lo que traías no era ni la mitad de lo que pagué, pendejo. Así que cierra la boca — miró a la tal Huma —. Bien. ¿Cómo la conoceremos?

Sierich sonrió de oreja a oreja. Dio la media vuelta e indicó que le siguieran. Un pequeño callejón al lado del auditorio; oscuro, peligroso, con olor a basura y ratas, un caldo de bacterias, drogas, condones en el suelo, Flake se encargó de pensar lo peor en medio de la penumbra, hasta que Huma se detuvo frente a una puerta de servicio.

— Nina saldrá por aquí — dijo —. Tienen que esperar, pero me puedo quedar con ustedes en lo que termina el concierto, ¿qué les parece?

— ¿Y qué nos asegura que lo hará?

— Pues nada. Ya no hay reembolsos, si no sale, se jodieron.









HUMA [ Paul Landers ] Donde viven las historias. Descúbrelo ahora