Capítulo 1: Pasé de largo.

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Alec

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Alec.

«Ser o no ser, he ahí el dilema».

Cuando escuché esa cita, desconocía quién era Shakespeare o la obra a la que pertenecía —pues que asco leer por placer—, pero hubo algo en aquella oración que la volvió imborrable en el eco de mis pensamientos. Constantemente me preguntaba: ¿Lo haré o no? ¿Qué quiero ser? ¿Qué estoy persiguiendo?

Y entonces me observaba, debajo del agua, persiguiendo solo un eco; inflexible, moriría ahogado: porque prefería quedarme en lo profundo si eso significaba evitar el dolor de la superficie.

¿Conocen el juego UNO?
Es de los 70s, la década en que llegué al mundo y respiré tras una nalgada. Amaba ese juego como un gato ama a su presa, hasta que mi familia arruinó la diversión una noche: Cambiaron el sentido tantas veces que nunca supe cuándo era mi turno. Y me enojé. "Nunca volveré a jugar con ustedes, traicioneros", algo así dije.

No podía concebir la traición de mi familia, fue un dilema moral en mí a la edad de 15 años, 15 años enteros, santo cielo. Fueron unos desgraciados.

Quizás por eso contaba los minutos para escapar.

—¡Ugh, no lo toquen! Noooo, se les va a contagiar, puta madre —las carcajadas a mi costado irrumpieron mi salida con el estruendo—. ¡Ah, váyanse a la mierda, zoquetes! Les dije que no me lo lanzaran. Asquito. Me los voy a cargar a todos, van a ver.

Tomé una bocanada de aire, arrastrando las ruedas de mi equipaje sobre el follaje. Me iba a desmayar debido al intenso sol de medio día que amenazaba con derretirme. Apoyé mi peso en el zapato izquierdo y mantuve mi interés fuera de la situación.

Tenía prisa, no quería perder el tren; Chloe no aceptaría retrasos.

Las plantas se aferraban a las ruedas en un deseo por no dejarme ir, mantenerme en el pequeño pueblo donde todos se conocían y se dedicaban a la ganadería. Escuchaba los golpes a mis espaldas, algunos escupitajos, risas y repulsión hacia él.

—El que no se defiende no tiene derecho a vivir. —Opinó un mocoso de 14 años, mi vecino, vivía detrás de la hacienda principal.

Qué sabio, eh.

—Ugh, se me pega. Sus ojos se ven horribles cuando llora así —vi a otro pequeño aproximarse entre la hierba mientras se persignaba. Pasó a un costado mío, brincando sobre algo pesado—. Santo Dios, protégeme de este mentaco. Líbralo del mal con el poder del amoooor.

Agh, endemoniada maleta que insiste en no partir...

Lancé una patada con mis zapatos al equipaje, levantándolo de golpe hasta aplastar las flores del monte que le habían aprisionado. El camino de hormigas a un costado me hizo retroceder, igual que el lodo.

Dejé ir un suspiro por la alegría de no tener mancha alguna sobre mi traje; no podía permitirme viajar como un simple pueblerino cuando se sabía bien que Calis era solo una fachada para ocultar las riquezas que generaron los ancianos hace décadas. En resumen, cualquier engendro salido de aquí tenía una muy buena economía.

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