IV

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Utilizó la cuerda que ataba al obi para inmovilizar las manos de Deidara, amarrándolo a uno de los barrotes de la ventana. Terminó de desnudar su cuerpo y lo contempló por unos segundos.

La ventana era alta, tanto como para obligar a Deidara a permanecer de puntilla mientras el nudo sobre su cabeza sostenía sus manos. 

—Vaya… no tienes ninguna cicatriz. 

Estudió el cuerpo con determinación y cuidado. Deidara se retorcía cada vez que intentaba girarlo. 

—Quedate quieto. No voy a lastimarte. 

Alzó una de las piernas del rubio, exponiendo el interior de sus muslos y su entre pierna. Deidara se llenó de vergüenza al sentirse exhibido como una de las esculturas que solía hacer. 

La respiración del rubio comenzó a agitarse cuando las manos de Sasori migraron a sus glúteos, y su boca comenzó a recorrer su pecho.

—¡Sueltame! ¡Basta! —gritaba eufórico, lleno de indignación y rabia—. ¿Quién crees que eres para ponerme las manos encima? 

El ardor de su mejilla le había hecho entender que Sasori lo había abofeteado.

—Soy tu dueño. Desde hoy hasta el final de tus días, tú me perteneces. 

Deidara se resistía, estaba en su naturaleza prevalecer y luchar, así que lo hacía con vigor, sin importar cuantas bofetadas le diera Sasori o cuantas veces mordiera sus orejas. Él no iba a dejar de luchar. 

Entonces, encontró la oportunidad perfecta, cuando Sasori unió sus labios en un beso lascivo y lujurioso, mordió con todas sus fuerzas el labio inferior del pelirrojo, haciéndolo sangrar. 

—¡Ah! Maldito mocoso. 

Elevó el puño y lo estampó en el rostro de Deidara. Tomó el cabello rubio y lo obligó a mirarlo. 

—Eres realmente valiente, ¿no? 

Deidara sonrió, saboreando el sabor metálico de su propia sangre, para luego escupirla a la cara enfurecida de Sasori. 

Tocaron la puerta, tan ligeramente que parecía parte de una ilusión creada por un dios en el que Deidara no creía, para salvarlo de su destino. 

Sasori giró su rostro en dirección a la puerta y la volvieron a tocar. Caminó hasta ella y la abrió, encontrándose con un guardia real. 

—Mi señor, lamento molestarlo. Se trata del emperador, solicita su presencia en sus aposentos. 

—¿Es un asunto oficial o personal? —preguntó y dio un vistazo rápido a quién colgaba en el fondo de la habitación —. Es muy tarde. 

—Se trata de la salud del emperador. Es urgente. 

No dijo nada más, era su deber. Tomó la túnica de antes para cubrirse y salió a atender la emergencia, dejando al rubio golpeado y atado en la penumbra de la habitación. 

 

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Jaula de Oro - 𝑨𝒌𝒂𝒕𝒔𝒖𝒌𝒊Donde viven las historias. Descúbrelo ahora