Ya no había futuro

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Me liberaron en la madrugada. Las monjas se habían olvidado de mí por estar hablando sobre lo sucedido con Cristal. Fui un muerto en mi vida que caminaba detrás de los pingüinos que flotaban y murmuraban. Todo me parecía lejano, como parte de un surrealista sueño. No sentía el peso de mi cuerpo ni escuchaba los latidos de mi corazón.

Era una madrugada tan silenciosa como la nieve que caía y se acumulaba.

Los pingüinos amargados me escoltaron en mi habitación, al entrar, lo único que hice fue tirar mis lentes lejos y tumbarme en la cama. Deseaba volver al sueño que dejé a la mitad. Me levanté un par de veces, medio dormido, a atender mis necesidades. La idea de dormir y no despertar jamás me había sido tan reconfortante hasta en ese día. Adormilado llegué a escuchar las campanadas que anunciaban la hora de ir al templo. No hice caso. Quería seguir en mi sueño. Ahí estaba mi madre, se encontraba en el jardín, me miraba con unos ojos que decían te quiero y me sonreía con ternura.

—Ven, mi pequeño príncipe —dijo con la voz más dulce y tierna que había escuchado en mi vida—. Te contaré algo.

Ofreció su esbelta y bonita mano de porcelana. Sin dudar, corrí, tomé su mano y me eché en su regazo. En mi sueño era el niño que fui, el de cinco años que se recostaba seguido en el suave regazo de su madre.

—Mamá... —murmuré.

—Mi vida, por favor, jamás olvides lo que te diré. No todos somos iguales, pequeñito. —Llevó su mano a mi cabeza y la acarició—. Es difícil mostrarles tu alma a los demás. Sabes, el alma es todo lo que somos. Sin ella somos grises caparazones que envidian los sueños ajenos. Tu padre no tiene alma, creí que le podría dar un poco de la mía, pero me confundí —musitó preocupada—. Por eso quiere apagar mi brillo. Pero jamás lo hará, jamás me apagará y me separará de ti. —Me abrazó con sus escuálidos y débiles brazos—. Prefiero estar muerta antes de que me aleje de ti.

—No te apagues, mamá —le dije lloroso.

—No. —Negó con la cabeza y sonrió como un sol pleno en primavera—. Me quedaré a tu lado para que jamás te sientas solo.

Tocaron la puerta de mi habitación con mucha autoridad, como no atendí el llamado, entró la monja y me sacudió de los hombros.

—Rigardu, vamos, despierta. La directora quiere hablar contigo —anunció con mucha amargura la monja—. Rápido, alístate.

Molestó, abrí los ojos. La monja salió de mi habitación después de decirme que me apresurara en ir a la dirección. Cambié mi uniforme por uno limpio, lavé mi cara y me cepillé los dientes desganado. Sabía que no podía quedarme siempre dormido, ni intentarlo.

Me tomé mi tiempo para llegar, estaba tan ido que no podía ni concentrarme en mi entorno. Entré a la recepción, Daniel ocupaba lugar en uno los sillones, solo le vi la espalda. Cuando me disponía acercarme, una mano pesada se postró en mi hombro. Giré la cabeza. Me dio un vuelco el corazón al ver a mi padre, trajeado como siempre, con una presencia de soberbia y opulenta, tenía el cabello de color nieve, el rostro sombrío, duro y lleno de odio.

—¿Qué hiciste? —inquirió con su vozarrón marcado.

—Nada... —respondí sumiso y rehuí de su mirada—. Llegaste rápido. —Tragué saliva.

—Estaba cerca por un asunto de negocios —informó enojado.

Daniel levantó la cara y me vio a la distancia. Triste, contemplé lo que le había hecho a su lindo rostro. Tenía un gran moretón en la mejilla y parte de la nariz se le veía muy inflamada. Daniel se encogió de hombros y volvió a llevar su mirada al suelo.

Cuando cierro los ojos se van los santos (Pronto en librerías)Where stories live. Discover now