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Las nubes negras habían surgido de la nada. Se extendieron por el cielo hasta hacer de la noche una nueva noche sin luna ni constelaciones. En las diez hectáreas del rancho, la atmósfera se cargó de electricidad.

Iván, bocarriba y con las cobijas hasta el pecho, movió la cabeza sobre la almohada. La casa, la única en aquellos parajes, se llenó de sombras.

Iván apretó los párpados y dejó escapar un quejido inconsciente. Los relámpagos iluminaban los juguetes que había en la habitación.

—No —dijo Iván. Se llevó las manos al abdomen y se encogió sobre sí mismo.

Las gotas de lluvia comenzaron a escurrirse en la ventana formando una cortina de holanes transparentes.

—¡No! —gritó Iván mientras estiraba las piernas y los brazos sólo para volverlos a flexionar segundos después. Su cara revelaba un sufrimiento terrible. Más de lo que cualquier niño de ocho años podía soportar.

Sobre la repisa, un soldado de juguete se fue hacia adelante. A los pocos momentos acabó en el piso. Iván se revolvió en la cama y pateó las cobijas hasta tirarlas. Los músculos de su cuello se encontraban tirantes, a punto del rompimiento. El sudor le empapaba la frente.

Alrededor de la casa, los árboles se volvían astillas ante el impacto de los rayos.

La cama empezó a vibrar. Las patas golpeteaban el suelo a una velocidad extraordinaria. La cabecera se azotaba contra la pared como en un terremoto de gran magnitud. Los juguetes de la repisa se cayeron por sí solos. Una cuarteadura recorrió la ventana simulando una gráfica ascendente.

Los relámpagos se sucedieron cada vez más rápido. Más rápido. Más rápido. La ventana explotó: los cristales volaron en abanico y se diseminaron por la habitación al tiempo que Iván despertaba con un movimiento brusco.

Se sentó en la cama.

Y todo quedó en silencio.

—¿Mamá?

La lluvia había amainado de repente.

—¿Papá?

Se había convertido en una llovizna, con unos cuantos relámpagos ocasionales.

—¿Mamá?

Respirando con agitación, miró los juguetes caídos. La ventana rota. La semipenumbra. Se le contrajo el estómago. Algo no andaba bien. Lo que le pareció más alarmante fue que sus padres no estuvieran ahí, junto a él, para explicarle qué había pasado. Para protegerlo.

—¿Papá?

Se bajó de la cama, pero en cuanto sus pies tocaron el piso sintió un ramalazo de dolor en la planta del pie izquierdo. Haciendo equilibrio, levantó el pie. Alcanzó a distinguir el triángulo de vidrio que se le había incrustado muy cerca del talón. Intentó retirarlo, pero el dolor lo obligó a desistir.

Cojeó hasta el apagador de la luz. Insistió durante varios segundos, los necesarios para convencerse de que sus intentos eran inútiles: no había corriente eléctrica. Se fue apoyando en la pared hasta llegar a la puerta. La abrió despacio, temeroso de lo que pudiera haber en el pasillo.

—¿Mamá?

Era una casa antigua. El pasillo iba de un extremo a otro de la planta alta como una arteria principal en la que desembocaban pasillos menores y la entrada hacia cada uno de los seis cuartos. Los relámpagos, como un estroboscopio, iluminaban el pasillo a través de los tragaluces y le daban un aire terrorífico. Había telarañas, manchas de humedad en las paredes, cuadros ladeados, un par de lámparas de techo apagadas y oscilantes.

Iván avanzaba a tientas, a la espera del siguiente relámpago que le indicara el camino a seguir.

—¿Mamá, papá, dónde están? —gritó con un tono de voz muy cercano a la histeria.

No hubo respuesta, sólo el tamborileo de la llovizna en los tragaluces. Aprovechó la luz de un nuevo relámpago para cojear aprisa.

De pronto oyó algo. Se paró en seco.

Palabras oscurasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora