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—¿Mamá?

De nuevo lo oyó: un alarido. Era de una mujer. La intensidad con la que gritaba era tal que parecía que le estuvieran arrancando las piernas.

—¿Ma... má? —preguntó de nuevo mientras la boca se le secaba: creyó haber reconocido la voz de su madre.

—¡No, por favor! ¡Ya no! —Esta vez el alarido era una mezcla inteligible de agonía y llanto.

Iván sintió un vacío en el pecho. Estaba seguro de que era su madre quien había gritado de esa manera. La idea de que alguien pudiera estarla torturando le provocó náuseas.

—¿Mamá?

Corrió por el pasillo sin que le importara la oscuridad, la herida en el pie o el no saber a qué se estaba enfrentando.

Abrió la puerta con tanta fuerza que la chapa dio un golpe contra la pared. Se internó unos cuantos pasos en la recámara de sus padres e hizo un recorrido visual: la ventana rota, la cama vacía, las sábanas y las cobijas en el suelo, la lámpara de buró colgando del cable como un hueso desprendido del mobiliario.

—Iván. —El susurro procedía del hueco entre el tocador y el clóset. El susurro lloraba.

Cojeó hacia allá con los músculos tensos, listo para emprender la huida de ser necesario.

—Iván. —Volvió a escucharse el susurro.

Gracias a la luz de un relámpago, descubrió a su madre sentada en el suelo, con la espalda contra la pared. Vestía un camisón blanco. Se abrazaba las piernas y miraba enloquecida hacia todos lados.

—¿Mamá, qué tienes?

El cabello enmarañado le ocultaba parte de la cara.

—Tu papá...

—¿Qué, mi papá qué?

La mujer lo miró y tragó saliva.

—Ya no... ya no puedo más.

La mujer gritó. Se contorsionaba como si hubiera pasado una descarga eléctrica por su cuerpo. Iván no supo qué hacer. Lo único que se le ocurrió fue extender una mano. Justo en ese momento, un relámpago le permitió ver con mayor detalle lo que sucedía: su madre tenía una capa blanca sobre los ojos. Sus brazos y piernas se movían de una forma antinatural, creando ángulos imposibles, fracturas expuestas. Horrorizado, Iván abrió mucho los ojos. Retiró la mano y comenzó a retroceder en busca de la salida.

—¡Por favor... ya no! —gritó la mujer. Luego echó la cabeza hacia atrás hasta adquirir una postura grotesca: la cabeza le rozaba la espalda.

Iván sintió que un líquido caliente le bajaba por la pierna conforme seguía retrocediendo. Pensaba en lo increíble que era todo aquello. Una pesadilla. Tenía que tratarse de una pesadilla. En cualquier momento iba a despertar.

Chocó contra una de las paredes del pasillo. No supo cómo había llegado ahí, pero el golpe lo hizo reaccionar: pesadilla o no, debía ponerse a salvo. Quizá bajo la cama. En el clóset. Donde fuera, pero rápido.

Cojeó por el pasillo y volvió a su recámara. Abrió las puertas corredizas del clóset. La negrura que vio dentro no le pareció muy hospitalaria, pero tampoco lo era el peligro que acechaba en algún lugar de la casa. Entró y cerró las puertas tras de sí. La ropa colgada del tubo central lo recibió con un abrazo. Era una sensación horrible. Algo le provocaba cosquillas en el cuello. Una camisa. Una araña. Los dedos peludos de un monstruo.

—Ve por ayuda.

Abrió las puertas corredizas y saltó fuera del clóset. Observó la ropa. Había escuchado con claridad una voz, aunque le era difícil precisar si provino del interior del clóset o de algún rincón de su cabeza.

—Ve por ayuda —repitió la voz, con una calma que contrastaba con la urgencia de aquella orden.

Iván miró hacia atrás: no había nadie en la recámara. Y sin embargo, la voz parecía cercana. Muy cercana. Era una voz tierna, luminosa, de mujer.

Lo consideró por unos instantes y concluyó que la sugerencia no era mala: debía ir por ayuda. El rancho más próximo se encontraba como a dos kilómetros de distancia, pero no sería la primera vez que hiciera aquel recorrido. Además se trataba de una emergencia: su madre estaba sufriendo.

Antes de salir al pasillo asomó la cabeza y miró en ambas direcciones. Todo en calma. Cojeó hacia las escaleras e inició el descenso, rogando por que el peligro no le impidiera llegar a la puerta de salida.

A medio camino estuvo a punto de caerse. Se sujetó del barandal. Sentía una opresión muy fuerte en el pecho. Bajó a duras penas los escalones restantes hasta alcanzar el rellano de las escaleras. Ahí se fue de bruces. Sus músculos se contrajeron al mismo tiempo, como si una descarga eléctrica los hubiera golpeado. Gritó. Era un dolor cercenante.

Palabras oscurasWhere stories live. Discover now