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El hombre dejó de hablar. Se dio la media vuelta.

Al verlo así, de frente, Iván logró reconocerlo: era su padre. La peor faceta de su padre. Tenía los ojos llenos de derrames, así como múltiples cortadas en el pecho y en los antebrazos. Miró a Iván con una expresión ausente, embrutecida.

Pasaron varios segundos intercambiando miradas. La opresión en el pecho de Iván había remitido en cuanto se interrumpió el flujo de palabras. La capa blanca sobre sus ojos igualmente había desaparecido. Sin embargo, el terror persistía: ¿qué era esa cosa que había creído ver en el humo?, ¿y por qué su padre estaba haciendo algo que los lastimaba?

—¿Q-qué haces? —preguntó Iván.

Su padre echó a andar hacia él con un movimiento rápido. Iván, casi al mismo tiempo, corrió hacia la puerta.

Volvió al laberinto de penumbras de la planta baja.

Tropezó en varias ocasiones. El saberse perseguido lo hacía desconocer la casa. Los objetos se interponían en su camino con una malicia sobrenatural. Las paredes le salían al paso y lo obligaban a buscar rutas alternas. Un relámpago le permitió ver que su padre estaba a punto de alcanzarlo, pero también notó que había una puerta abierta a un par de metros de ahí.

Corrió en esa dirección. Extendió el brazo con la esperanza de que su mano atrapara la chapa de la puerta al vuelo. Un jalón en la manga de la playera le indicó que su padre lo había alcanzado. Se impulsó hacia adelante y su mano se encontró con la chapa. La sujetó con fuerza y cerró la puerta. Tuvo que cerrarla dos veces: la primera para aplastar el brazo de su padre, quien lanzó un grito de dolor; la segunda, para ponerse a salvo. Presionó el botón del seguro y caminó hacia atrás.

Estaba en un medio baño de la planta baja. Un espacio diminuto, aunque ideal para atrincherarse.

—¡Iván, ábreme!

La puerta se cimbró ante una avalancha de golpes. Iván deslizó la espalda por una de las paredes hasta sentarse en el piso.

—¡Voy a contar hasta tres!, ¿oíste? ¡Y más te vale que me abras!

La chapa se agitaba de un lado a otro.

—¡Una!

Comenzó a llorar. Los sollozos lo sacudían, al igual que la puerta ante los golpes.

—¡Dos!

Se cubrió las orejas con las manos y cerró los ojos. Confiaba en que lograría desaparecer si se concentraba lo suficiente. Pero no fue así. No desapareció.

Transcurrieron algunos minutos. Le llamó la atención el silencio. Se descubrió las orejas y abrió los ojos. La puerta estaba inmóvil, también la chapa. Se puso de pie. Intrigado, se acercó a la puerta intentando escuchar algún sonido que le indicara si su padre seguía ahí. El sonido de un golpe lo hizo dar un respingo.

—Está bien, quédate ahí si quieres. Nada más acuérdate que te voy a estar esperando.

Iván lo escuchó alejarse.

—Hay muchas cosas que no entiendes... todavía.

Suspiró con alivio. Se sentó en la tapa del escusado y se limpió las lágrimas. Su padre siempre le había dicho que sólo los bebés lloraban. Su padre. Claro. ¿Él que iba a saber? Iván se limpió las lágrimas con tanto coraje que le ardió la cara. No era un bebé. Y ése no era su padre. Ya no.

Aprovechó que se encontraba sentado para revisarse la planta del pie. Cuando saliera del baño iba a necesitar sus pies libres de obstáculos, ya que a lo mejor tendría que correr hasta la puerta de salida y después al rancho del vecino. Con ese argumento, se armó de valor. Tomó el triángulo de vidrio con el índice y el pulgar, y desvió la mirada. Al principio lo retiró con lentitud. La sensación era muy desagradable. Prefirió morderse los labios y extraer el vidrio con un tirón enérgico.

Dolió menos de lo esperado.

Echó el vidrio al bote de basura. Se revisó nuevamente la herida y descubrió que no había sangre. ¿Por qué? Se inclinó aún más para ver de cerca la planta del pie y notó que había algo blanco en medio de la herida. Un gusano. No, no era un gusano; eran dos. Tres. Diez. Una veintena de gusanos amontonándose para alcanzar la superficie de la carne. Se levantó de un brinco y pisó repetidamente el suelo. Volvió a examinarse la planta del pie y lo que vio lo desconcertó aún más: sólo había sangre, como en una herida común y corriente. Mientras se preguntaba qué estaba pasando y por qué veía cosas tan extrañas, escuchó un grito.

—¡Déjanos en paz!

Miró la puerta cerrada lleno de preocupación. Su madre estaba cerca, en la planta baja. Se oyó un cristal que caía al piso y se rompía. Un golpe contra la pared. Más objetos cayéndose.

—¡Estás loco! —gritó su madre.

Iván se acercó a la puerta, indeciso.

—¡Suéltame! —pidió su madre.

El peligro en el que ella estaba lo obligó a decidirse. Tomó aire, giró la chapa y abrió la puerta.

Palabras oscurasWhere stories live. Discover now