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—Cosas que no le gustan a Dios.

—Mamá. —Iván señaló hacia adelante: una curva se acercaba a toda velocidad.

Los frenos empeoraron las cosas. El carro patinó. Salió volando por el desfiladero. Iván sintió un destello de luz blanca que le recorría el cuerpo y luego lo abandonaba a través de los ojos.

Estaba en la sala. Frente al altar. Dejó de tocar el rosario de madera y miró a un lado: su padre estaba ahí, aunque ahora sin el cuchillo.

—No pude hacer nada —dijo él—. Cuando llegué adonde había caído el carro, vi que... Estaban muertos, los dos. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Los traje al rancho conmigo. Los limpié. Los vestí. Los puse en sus camas... Iván, he hecho cosas de las que no estoy orgulloso, pero te juro que voy a dejar todo atrás. Todo con tal de que sigamos juntos. Ustedes son lo más importante en mi vida.

Iván miró de reojo a su madre: estaba tirada en el piso, inmóvil. Las moscas se paseaban a voluntad por su cara. Su padre miró también en aquella dirección.

—Puedo arreglarlo... Escúchame. —Lo tomó de la barbilla y lo forzó a que lo viera a los ojos—. No se van a acordar de esto. Es sólo una fase intermedia. Pero necesito acabar el ritual antes de que sus cuerpos se descompongan.

—¡No! ¡Déjanos en paz! ¡Nos lastimas!

—Va a pasar. Pronto va a pasar, te lo prometo.

Iván bajó la mirada. Su padre lo soltó y se ubicó frente al altar. Continuó con el ritual mientras Iván se llevaba las manos al pecho, lleno de un dolor súbito. Caminó hacia atrás, hasta ubicarse a espaldas de su padre. Siguió retrocediendo. Por encima de las palabras oscuras alcanzó a escuchar unas palabras luminosas en su cabeza, las mismas que le habían ordenado que buscara ayuda, las mismas que lo habían orientado en las penumbras hacía unos minutos. Cerró los ojos. Vació su mente de dolor, de frases sin sentido, y logró distinguir lo que decía aquella voz llena de calma.

—Tira el brasero.

Era la voz de su madre. Todo el tiempo había sido ella, ahora lo sabía. Iván abrió los ojos, sorprendido, y la miró: su madre, haciendo acopio de las últimas energías que le quedaban, se puso de pie. Tambaleándose, embistió contra el padre de Iván. Lo abrazó para inmovilizarlo.

—Ahora —dijo la voz en su cabeza.

Iván empujó el brasero con todas sus fuerzas hasta que logró volcarlo. Las llamas saltaron sobre el altar y se esparcieron por la sala. Casi al instante, Iván sintió que la boca se le llenaba de gusanos. Aterrado, miró a su madre: se había desplomado como un muñeco al que de pronto dejaran de sujetar. Los brazos y piernas se le desmadejaron con la caída, creando ángulos imposibles, fracturas expuestas. Antes de irse de bruces, Iván alcanzó a ver a su padre: corría como loco intentando apagar el incendio, sin importarle que las llamas le estuvieran saltando al cuerpo como tarántulas incandescentes.

Horas más tarde, el cielo se había despejado. Algunas estrellas se alcanzaban a ver a través del techo semiderruido. Las paredes, ennegrecidas, aún humeaban. Se escuchaba el crujir de la construcción, a semejanza del gruñido de un animal moribundo.

No tardaría en amanecer.


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