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Alcanzó a ver, a través de la capa blanca que le cubría los ojos, una versión en ruinas de su casa. El techo estaba semiderruido, por lo que al fondo relucían las estrellas en el cielo. No llovía. No en esa versión de la realidad. Las paredes, ennegrecidas, aún humeaban. Se escuchaba el crujir de la construcción, a semejanza del gruñido de un animal moribundo. Iván cerró los ojos, negándose a aquella visión entristecedora.

El dolor se fue diluyendo hasta desaparecer. Con la mejilla izquierda contra el piso, Iván jadeaba. Esperó un rato. Cuando su respiración se normalizó, al fin se atrevió a abrir los ojos: no había ninguna capa blanca deformando la realidad. Todo estaba como antes. La llovizna. Los relámpagos. El miedo.

Se puso de pie. Apoyándose en el barandal, cojeó por las escaleras rumbo a la planta baja. Estaba llorando. Hubiera preferido mil dolores de estómago por comer porquerías, mil raspones en una pierna por andar haciendo estupideces en la bicicleta, lo que fuera en lugar de aquel dolor que lo había atacado hacía unos instantes. Si lloraba era por la posibilidad de volver a sentir algo así otra vez. No lo soportaría. De verdad que no.

Un relámpago le mostró que había muebles volcados en la estancia. La planta baja era un caos de objetos desperdigados sin ningún sentido. Iván observó que el espejo que colgaba junto a una puerta estaba cubierto por un trapo negro. Se preguntó si los espejos en las habitaciones de arriba también estarían cubiertos, pero no logró recordarlo. No importaba. Ahora lo único importante era llegar hasta la puerta de salida. La luz del relámpago se debilitó hasta desaparecer. Iván siguió avanzando por el laberinto de penumbras de la planta baja.

Se detuvo en cuanto llegó al comedor. Aguzó el oído. Alguien estaba cantando en una habitación cercana. Aunque no era propiamente una canción. Las frases llevaban un ritmo, sí, pero un ritmo lento y apagado, al estilo de los rezos. Por más que se esforzó, Iván no alcanzó a distinguir ninguna palabra conocida, por lo que supuso que era otro idioma. Uno lleno de kas y jotas y sonidos duros. Un idioma, le pareció, de gente enojada.

Cojeó rumbo a la sala dejándose guiar por aquel murmullo. Procurando no hacer ruido, entró lentamente en la habitación. Los sofás se encontraban patas arriba contra la pared. Había velas negras encendidas por todos lados, así como círculos con letras y con estrellas de cinco puntas enrojeciendo las paredes. El suelo estaba cubierto de libros. En aquellos que se encontraban abiertos por la mitad, abundaban los caracteres incomprensibles y las ilustraciones de esqueletos y demonios. Las moscas iban y venían de una página a otra.

Un escalofrío le caminó por la piel en cuanto vio que en el centro de la habitación había un hombre totalmente desnudo dándole la espalda, y frente a él, un brasero humeante montado en un tripié, así como un altar lleno de objetos. El hombre hablaba. Repetía sin cesar las mismas frases. En la mano izquierda tenía un libro abierto. En la derecha, un cuchillo.

A pesar del miedo, Iván caminó lateralmente para buscar un mejor ángulo de observación y descubrir qué había en el altar.

—No lo hagas. Corre. Ve por ayuda.

Esta vez no le hizo caso a la voz. La curiosidad lo impulsaba a seguir avanzando. Estaba seguro de que el dolor que habían sufrido su madre y él se originaba en aquel altar. Necesitaba ver. Necesitaba saber.

¡Ak senei rajnat okob niet! —De la boca del hombre emergía un vaho negruzco al pronunciar cada palabra. Las moscas paseaban por sus labios—. ¡Erj naz yen rak málatar! —Palabras oscuras, que formaban sombras en el aire.

Iván volvió a sentir una opresión en el pecho. Se fue de lado. Aquellas frases se infiltraron por sus oídos y le recorrieron el cuerpo. Las palabras se aferraban a las paredes de su mente a semejanza del eco en un edificio abovedado. Sabía que no debía desmayarse. No debía delatar su presencia por nada del mundo, pero las rodillas se le doblaban constantemente.

¡Ak senei rajnat okob niet! —El hombre se realizó un corte en el antebrazo y dejó caer la sangre en el brasero—. ¡Erj naz yen rak málatar!

De nuevo apareció una capa blanca sobre los ojos de Iván. Las imágenes se distorsionaban: los círculos pintados en las paredes giraban por sí solos en sentido contrario a las manecillas del reloj; el humo que salía del brasero se compactó hasta esculpir la cara de una criatura que poco o nada tenía de humana. Iván contuvo el aliento por el terror de ver aquella cara deforme en el humo. Y sin querer tropezó con una pila de libros.

Palabras oscurasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora