I. Martes

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«Hoy se han producido sesenta muertes en Inverness, cuarenta y dos en Culloden y doce en Portree. Los médicos investigan el virus a contrarreloj. Los contagios han aumentado un sesenta por ciento en dos días. Es muy importante que eviten salir de sus casas y, sobre todo, que no se relacionen con otras personas. Sean responsables. Les seguiremos informando en los informativos de las cuatro.»

— Mamá, ya te dije que no te preocupes. Aquí estoy fuera de peligro. En estos tres meses no me he encontrado con nadie.—Rya intentaba tranquilizar, como cada día, a su madre.

—¿Por qué no intentas volver a Belfast? A casa, conmigo. No voy a poder pegar ojo mientras sigas ahí sola, en el medio de la nada. Quién sabe lo que podría pasarte... Lo que menos me preocupa es el virus. Por favor, prométeme que intentarás venir, Rya.

Anne intentaba todos los días que su hija se escapase de Escocia para volver a casa. Como madre no podía evitar sufrir viendo que su hija estaba tan lejos y tan sola en el medio del bosque. Se le vino a la cabeza el primer día de colegio. Rya volvió triste porque decía que no quería tener amigos, que odiaba a los niños de su clase y que la odiaba a ella por prometerle que se lo iba a pasar genial. Ese día ambas se durmieron llorando.

Habían crecido los tomates y era el momento perfecto para recolectarlos. Rya no podía quitarse de la cabeza los ruidos que había escuchado la noche anterior. Cuando la nube que ocultaba la luna se apartó no vio nada pero estaba segura de que alguien o algo había estado muy cerca de ella. Los rayos de luna le proporcionaron unas agallas casi mágicas para echar un ojo a los alrededores, sin encontrar nada.

Eran unos tomates magníficos que le recordaban ligeramente a los que solía comprar su abuela en el Victorian Market. Le encantaba ir con ella a hacer la compra. Siempre conseguía que cada tipo de fruta o verdura fuese atractiva mediante una pequeña anécdota. La de los tomates era su favorita. Su abuela, cuando era pequeña, era tan pobre que lo único que comía era pan duro. Lunes, martes, miércoles... Pero los domingos de madrugada se escapaba y recorría más de tres kilómetros para llegar a un pequeño huerto que pertenecía a un viejo ermitaño. Siempre había tomates y cada domingo cogía uno. Uno día el ermitaño la sorprendió arrancando uno de los tomates. Su abuela comenzó a correr, asustada, pensando que el señor la perseguiría por ladrona. Estuvo corriendo durante dos horas hasta que llegó a su casa, donde se dio cuenta de que había espachurrado todo el tomate convirtiéndolo en papilla y no se lo podía comer ya. El miedo le había hecho olvidarse de que tenía que mantener intacto el tomate. En ese momento solo pensaba en correr y sentirse a salvo. Y seguramente, el pobre hombre ni siquiera la había perseguido durante mucho más de cien metros. Ahí es cuando comenzó a pensar que debía aprender a controlar el miedo para poder centrarse en lo que realmente importaba.

«Última hora. Se acaba de conocer un nuevo dato de gran importancia sobre el hiems letalis. Acaba de mutar y se transmite por el aire. No salgan de casa. Se están abriendo numerosas investigaciones para determinar si esta nueva forma del virus ha mutado en algún otro aspecto. Para prevenir el contagio se les recomienda no salir de sus hogares. Seguiremos informado en unas horas.»

¡Ring, ring! Mamá otra vez.

Cuando se hizo de noche, Rya volvió al acantilado para inventarse alguna posible explicación más sobre las marcas en la roca. Cuando atravesaba el bosque de camino a casa escuchó de nuevo los pasos que tanto le habían hecho dudar. Esta vez era muy evidente que alguien se estaba acercando. Se quedó inmóvil detrás de un árbol para observar desde un lugar seguro de dónde venía el ruido. Se había formado una especie de corriente entre las copas de los árboles y el sonido provenía de todas partes, pero Rya seguía quieta pensando en qué sería lo peor que podría pasarle. No tenía miedo, seguramente era un pobre animal asustado.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó al aire para quedarse un poco más tranquila.

El ruido seguía sonando pero nadie contestó y, tras unos segundos para decidirse a dar el paso, comenzó a caminar de vuelta hacia su casa. Le quedaban unos quince minutos para salir del bosque y llegar a la ladera en la que se encontraba su hogar, minutos en los que dejó de escuchar por momentos el sonido recurrente. Justo antes de entrar por la puerta escuchó un grito que le erizó la piel. Con la mano en el pomo se dio la vuelta y vio una silueta a contraluz que corría hacia ella. Se metió rápidamente en casa y cerró con llave la puerta de madera. Apagó las luces y corrió las cortinas para después dirigirse a la puerta trasera y asegurarse de que estuviese bien cerrada. Puso la oreja en la puerta para ver si conseguía escuchar algo más. Nada.

Estuvo unos minutos así pero solo sonaba el viento. Respiró aliviada y comenzó a dudar si lo que había visto era una persona o el miedo la había hecho alucinar. Era extremadamente raro que alguien estuviese merodeando por la zona a estas horas. Consiguió conciliar el sueño, no sin antes darle mil vueltas a lo que había visto y oído, llegando casi siempre a la misma conclusión: no era real.

HIEMS LETALISWhere stories live. Discover now