XVIII

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Los días en Thornfield Hall transcurrían bulliciosos y alegres. ¡Qué diferentes eran de los primeros tres meses de soledad y monotonía que yo pasara bajo aquel techo! Todas las impresiones tristes parecían haber huido de la casa, todas las ideas sombrías parecían haberse olvidado. Era imposible atravesar la galería, antes siempre desierta, sin encontrar la elegante doncella de una de las señoras o el presumido criado de uno de los caballeros.

La cocina, la despensa, el cuarto de estar de los criados, el vestíbulo, se hallaban siempre animados, y los aposentos no quedaban vacíos más que cuando el cielo azul y el sol brillante invitaban a pasear a los huéspedes de la casa. Cuando el tiempo cambió y se sucedieron días de continua lluvia, la jovialidad general no disminuyó por eso. Los entretenimientos de puertas adentro se intensificaron al disiparse la posibilidad de divertirse fuera.

Yo ignoraba el significado de la frase «jugar a las adivinanzas» que oí surgir una tarde a alguien que deseaba cambiar las distracciones habituales. Se llamó a los criados, se separaron las mesas del comedor, las luces se colocaron de otra forma y las sillas se situaron en semicírculo. Mientras el Sr. Rochester y los demás caballeros dirigían estos arreglos, las damas corrían de un lado a otro llamando a las doncellas. Se avisó a la Sra. Fairfax y se la interrogó sobre las existencias de chales, vestidos o telas de cualquier clase que se hallasen en la casa. Se registró el tercer piso y las doncella bajaron con brazadas de viejos bocados, faldas, lazos y toda clase de antiguas telas. Se hizo una selección de todo, y lo que pareció útil de llevó a la sala.

Entretanto, el Sr. Rochester reunió a las señoras a su alrededor y eligió cierto número de ellas y de caballeros.

-La Srta. Ingram me pertenece, desde luego -dijo. Después nombró a las señoritas Eshton y a la Sra. Dent. También me miró a mí. Yo estaba cerca de él, ayudando a la Sra. Dent a sujetar un broche que se le había soltado.

-¿Quiere usted jugar? -me preguntó Rochester. Denegué con la cabeza y él no insistió. Satisfecha de haber obrado con acierto, volví tranquilamente a mi rincón.

Rochester y sus auxiliares se retiraron más allá de la cortina. La Sra. Dent y los suyos se acomodaron en el grupo de sillas colocadas en forma de media luna. Uno de los caballeros, el Sr. Eshton, cuchicheó al oído de los demás. Debía proponer que se me invitara a unirme a ellos, porque oí decir instantáneamente a Lady Ingram:

-No. Me parece que es lo bastante estúpida para no saber jugar a nada.

Sonó la campanilla y se corrió la cortina. Bajo la arcada apareció la corpulenta figura de Sir George Lynn envuelto en una sábana blanca. Ante él, en una esa, había un libro grande, abierto, y a su lado se veía a Amy Eshton, vestida con un abrigo de el Sr. Rochester y con otro libro en la mano. Alguien a quien no veíamos tocó otra vez la campanilla, y Adèle, que había insistido en ayudar a su protector, apareció esparciendo en su entorno el contenido de una cesta de flores que llevaba en el brazo. En seguida surgió la majestuosa figura de la Srta. Ingram, vestida de blanco, con un largo velo y una guirnalda de rosas en torno a la frente. El Sr. Rochester iba a su lado. Ambos avanzaron hasta la mesa y se arrodillaron, mientras la Sra. Dent y Louisa Eshton, también vestidas de blanco, les flanqueaban. Siguió una pantomima muda, en la que era fácil reconocer un simulacro de matrimonio. Cuando concluyó, el coronel Dent consultó a los que estaban con él, y tras un breve cuchicheo exclamó:

-¡Matrimonio!

El Sr. Rochester se inclinó, asintiendo, y la cortina cayó. Transcurrió un largo intervalo. Al alzarse el cortinaje, reveló una escena mejor preparada que la anterior. Se veía en primer término un gran pilón de mármol, que reconocí como perteneciente al invernadero, donde solía hallarse rodeada de plantas exóticas y conteniendo algunos pececillos dorados. Sin duda debía de haber costado trabajo transportarlo, atendidos su volumen y peso.

Jane EyreWhere stories live. Discover now