XXV

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Los últimos momentos del mes estipulan a punto de expirar. Todos los preparativos para el día de la boda se hallan completos, al menos por mi parte. Mis equipajes estaban listos, atados, dispuestos para ser enviados a Londres al siguiente día. También entonces debía salir yo, o mejor dicho, Jane Rochester, una persona a quien no conocía aún. El propio Edward había escrito las etiquetas de mis equipajes. «Sra. Rochester, Hotel... Londres». No me resolvía a pegarlas aún. ¡Sra. Rochester! Semejante ser no comenzaría a existir hasta la mañana siguiente, poco después de las ocho, y me parecía mejor esperar a que naciese para asignarle con entera propiedad aquellos objetos. Entretanto, no podía concebir que me perteneciesen las prendas que sustituían mi negro vestido y mi sombrero lowoodinianos: el traje de boda, el vestido color perla, el vaporoso velo que se hallaban colocados en el guardarropa que había en mi dormitorio.

«Os dejo solos», murmuré al cerrar el guardarropa para evitar la extraña apariencia casi fantasmal, que a aquella hora, nueve de la noche, ofrecían los ropajes blancos entre las sobras de la habitación. Tenía fiebre; fuera soplaba el viento y quería aspirar el aire puro.

No eran sólo el ajetreo de los preparativos ni la espera del gran cambio que iba a producirse en mi vida lo que me hacía sentirme febril. Existía para ello una tercera causa que nadie sino yo conocía, y que había sucedido la noche antes.

El Sr. Rochester se hallaban en unas propiedades situadas a una distancia de treinta millas, donde fue arreglar ciertos asuntos antes de su viaje. Y yo, al presente, esperaba su regreso, confiando encontrar en él la solución del enigma que me inquietaba.

Bajé al huerto. Todo el día había soplado viento del Sur, trayendo, de vez en cuando, algunos ramalazos de lluvia. Las nubes cubrían el cielo en masas compactas, sin que un solo trocito de cielo azul hubiese brillado durante todo aquel día de julio.

Experimente cierto violento placer sintiendo el azote del aire que refrescaba mi turbada mente. Por el camino bordeado de laureles, llegué hasta el gran castaño medio destrozado por el rayo. En aquel momento, una luna color de sangre apareció momentáneamente entre las nubes para volver a ocultarse tras ellas después. Por un segundo, el viento pareció quedar inmóvil en torno a Thornfield. Luego volvió a soplar con fuerza.

Anduve de un lado a otro del huerto. la hierba, en torno a los manzanos, estaba cubierta de manzanas caídas. Comencé a recogerlas, separando las verdes de las maduras. Llevé éstas a la casa y las coloqué en la despensa, de donde fui a la biblioteca para asegurarme de que el fuego estaba encendido. Aunque era verano, sabía que, dado lo sombrío del tiempo, a Rochester le agradaría encontrar una buena lumbre. Acerqué su sillón a la chimenea y la mesa al sillón y coloqué en ella las bujías. Una vez hechos aquellos preparativos, no sabía si salir o quedarme en casa, porque me sentía inquieta. Un pequeño reloj que había en el aposento y el viejo reloj del vestíbulo dieron simultáneamente las diez.

«¡Qué tarde es! -pensé-. Voy a acercarme hasta las verjas. La luna sale a ratos y puedo otear el camino. Si me reúno con Edward en cuanto lo vea, evitaré algunos minutos de espera».

El viento agita con violencia los altos árboles que sombreaban la entrada de la propiedad. El camino, a izquierda y derecha, en cuanto alcanzaba la vista, estaba solitario. Sólo se veían sobre él, a intervalos, las pálidas sobras de las nubes cuando, por unos segundos, brillaba la luna.

Una lágrima pueril, lágrima de impaciencia y disgusto, acudió a mis ojos. La luna parecía haberse encerrado herméticamente en su celeste estancia, porque no había vuelto a aparecer. la noche se hacía cada vez más oscura y la lluvia iba en aumento.

«¡Quiero que venga, quiero que venga!» deseé con ansia casi histérica. Le esperaba antes del té y era ya noche cerrada. ¿Le había sucedido algún accidente? Recordé el suceso de la noche anterior y lo interpreté como un presagio de desventura. Presentía que mis esperanzas eran demasiado hermosas para que se realizasen y hasta pensé que había sido tan dichosa últimamente que mi fortuna, después de llegar a su cenit, debía comenzar indefectiblemente a declinar.

Jane EyreWhere stories live. Discover now