XXIV

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Una vez levantada y vestida, pensé en lo sucedido y me pareció un sueño. No estaba segura de su realidad hasta que viese a Rochester y le oyese renovar sus promesas y sus frases de amor.

Mientras me peinaba, me miré al espejo y mi rostro no me pareció feo. Brillaba en él una expresión de esperanza y un vívido color. Mis ojos parecían haberse bañado en la fuente de la dicha y adquirido en ella un esplendor inusitado. Con frecuencia había temido que Rochester se sintiera desagradado por mi aspecto, pero ahora me sentía segura de mi semblante, tal como estaba hoy, no enfriaría su afecto. Saqué del cajón un sencillo y limpio vestido de verano y me lo puse. Me pareció que nunca me había sentado tan bien.

No me sorprendió al bajar al vestíbulo que una bella mañana de verano hubiera sucedido a la tempestad. Aspiré la brisa, fresca y fragante. Una mendiga con un niño avanzaba por el camino y corrí a darles cuanto llevaba: tres o cuatro chelines. Quería que todos y todo participaran de mi júbilo, de un modo u otro. Graznaban las cornejas y cantaban los pájaros, pero nada me era tan grato como la alegría de mi corazón.

La Sra. Fairfax se asomó a la ventana y con grave acento me dijo:

-Srta. Eyre, ¿viene a desayunar?

Mientras desayunábamos, se mantuvo fría y silenciosa. Pero yo no podía explicarme con ella aún.  Necesitaba que Rochester me repitiese lo que me dijera la noche antes. Desayuné todo lo de prisa que pude, subí y encontré a Adèle que salía del cuarto de estudio.

-¿A dónde vas? Es hora de dar la lección.

-El Sr. Rochester me ha dicho que vaya a jugar.

-¿Dónde está?

-Allí -contestó señalando el cuarto del que salía. Entré y le hallé, en efecto.

-Saludémonos -me dijo.

Avancé hacia él, que me acogió no con una simple palabra o con un apretón de manos, sino con un abrazo y un beso. Me parecía natural y admirable que me quisiera y me acariciara tanto.

-Jane -me dijo-: esta mañana estás más agradable, sonriente, bonita... No te pareces al duendecillo de otras veces. ¿Es posible que sea la misma muchachita de radiante rostro, rosadas mejillas, rojos labios, sedosa cabellera y brillantes ojos castaños?

Yo tenía ojos verdes, lector; pero debes perdonar el error: supongo que para él mostraban un nuevo reflejo.

-Soy la misma Jane Eyre.

-Pronto serás Jane Rochester. De aquí a cuatro semanas. ¡Ni un día más! ¿Lo oyes?

Lo oía sí, pero apenas lo comprendía. Aquella noticia me causaba una sensación tal, que más que alegría rayaba en estupefacción, casi en miedo.

-Te has puesto pálida, Jane. ¿Qué te pasa?

-Me da usted un nombre que me resulta tan extraño...

-Sra. Rochester -contestó-, la joven Sra. Rochester; la esposa de Fairfax Rochester.

-Me parece imposible. Semejante felicidad se me figura un sueño, un cuento de hadas.

-Que yo convertiré en realidad. Hoy he escrito a mi banquero para que envíe ciertas joyas que tiene en custodia: las joyas de la familia. Espero poder dártelas dentro de un par de días. Quiero que disfrutes de todas las atenciones, de todas las delicadezas que merecería la hija de un par si me casara con ella.

-No hablemos de joyas. ¡Joyas para Jane Eyre! Vale más no tenerlas.

-Yo mismo te pondré al cuello el collar de diamantes y la diadema en esa frente que tiene por naturaleza un aspecto tan noble. Yo mismo ceñiré con pulseras tus finas muñecas y con anillos tus deditos de hada.

Jane EyreWhere stories live. Discover now