XV

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El Sr. Rochester se explicó, en efecto. Una tarde nos mandó llamar a Adèle y a mí y, mientras ella jugaba con Piloto, él me llevó a pasear y me explicó que aquella Céline Varens había sido una bailarina francesa que fue su gran pasión. Céline le había asegurado corresponderle con más ardor aún. Él creía ser el ídolo de aquella mujer, pensando que, feo y todo, Céline prefería su taille d'athléte a la elegancia del Apolo de Belvedere.

-De modo, Srta. Eyre, que, halagado por aquella preferencia de la sílfide gala hacia el gnomo inglés, la instalé en un hotel, la proporcioné criados, un carruaje y, en resumen, comencé a arruinarme por ella según la costumbre establecida... Ni siquiera tuve la inteligencia de elegir un nuevo modo de arruinarme. Seguí el habitual, sin desviarme de él ni una pulgada. Y también me ocurrió, como era justo, lo que ocurre a todos en esos casos. Una noche que Céline no me esperaba, se me ocurrió visitarla, pero había salido. Me senté a aguardarla en su gabinete, feliz al respirar el aire de su aposento, embalsamado por su aliento... Pero no, exagero... Nunca se me ocurrió pensar que el aire estuviera embalsamado por su aliento, sino por una pastilla aromática que ella solía colocar en la habitación y que expandía perfumes de ámbar y almizcle... Aquel fuerte aroma llegó a sofocarme. Abrí el balcón. La noche, iluminada por la luna y por los faroles de gas, era clara, serena... En el balcón había una silla o dos. Me senté, encendí un cigarro... Por cierto que, con su permiso, voy a encender uno ahora...

Se lo llevó a sus labios y el humo del fragante habano se elevó en el aire frío de aquel día sin sol. 

-Entonces, señorita, me gustaban mucho los bombones. Y he aquí que, mientras, alternándolos con chupadas al cigarro, estaba croquant (¡perdón por el barbarismo!) unos bombones de chocolate y contemplando los elegantes carruajes que se dirigían por la calle hacia la cercana ópera, vi llegar uno, tirado por dos caballos ingleses, en el que reconocí el que regalara a Céline. Mi bella volvía. El corazón me latió con impaciencia. La puerta del hotel se abrió y mi hermosa bajó del coche: la reconocí, a pesar de ir cubierta por un abrigo, innecesario en aquella cálida noche de junio, por sus piececitos que aparecían bajo el vestido. Me incliné sobre la barandilla y ya iba a exclamar: «¡Ángel mío!», cuando me detuve al ver otra figura, también envuelta en un gabán, que descendía del coche después de Céline y que pasaba, con ella, bajo la puerta cochera del hotel.

»¿Nunca ha sentido usted celos, Srta. Eyre? Es superfluo preguntarlo. No los ha sentido, puesto que no ha amado aún. Hay sentimientos que no ha experimentado usted todavía... Usted imagina que toda la vida fluirá para usted mansamente como hasta ahora. Flota usted en la corriente de la vida con los ojos cerrados y los oídos obstruidos, y no ve las rocas que se encuentran al paso. Pero (no lo olvide) le aseguro que vendrá un día en que llegue usted a un lugar del río en que los remolinos de la corriente la arrastren, la golpeen contra los peñascos, en medio de tumultos y peligros, hasta que una gran ola la impulse hacia una nueva corriente más calmada, como me pasa a mí ahora...

»Me complace este día, me complace este cielo plomizo, me gusta este paisaje helado. Me gusta Thornfield, por su antigüedad, por su soledad, por sus árboles y sus espinos, por su fachada parda y sus hileras de oscuras ventanas en cuyos cristales se refleja el cielo plomizo... ¡Y a la vez aborrezco hasta el pensamiento de pensar en Thornfield, huyo de él como de una casa apestada! ¡Cuánto lo aborrezco!

Rechinó los dientes y calló. Se detuvo un momento y golpeó violentamente con el pie el suelo endurecido por la escarcha.

Íbamos subiendo por una avenida dominada por el edificio. Rochester contemplaba el almenar con una mirada como no le viera hasta entonces, y en la que se reflejaban el dolor, la vergüenza, la ira, la impaciencia, el disgusto y el odio, todo ello brotando simultáneamente. La ferocidad predominaba en aquella expresión de sus sentimientos, pero al fin otro sentimiento, algo que podría calificarse de duro y cínico, triunfó sobre sus demás pasiones, dominándolas y petrificando su mirada.

Jane EyreWhere stories live. Discover now