VII

140 7 0
                                    

El primer trimestre de mi vida el Lowood, me pareció tan largo como una edad del mundo, y no precisamente la Edad de Oro. Hube de esforzarme en vencer infinitas dificultades, en adaptarme a nuevas reglas de vida y en aplicarme a tareas que no había hecho nunca. El sentimiento de depresión moral que todo ello me causaba era mucho peor que las torturas físicas que me producía, y no, en verdad, porque éstas fueran pocas.

Durante enero, febrero, y parte de marzo, las nieves y los caminos impracticables nos confinaron entre los muros del jardín, que no traspasábamos más que para ir a la iglesia.

Cada día pasábamos una hora al aire libre. Nuestras ropas eran insuficientes para defendernos del frío. No poseíamos botas y la nieve penetraba e nuestros zapatos y se derretía dentro de ellos. No usábamos guantes y teníamos las manos y los pies llenos de sabañones. Mis pies inflamados me hacían sufrir indeciblemente, en especial por las noches, cuando entraban en calor, y por la mañana al volver a calzarme.

La comida que nos daban era insuficiente a todas luces para nuestro apetito de niñas en pleno crecimiento. Las raciones parecían a propósito para un desganado convaleciente. De esto resultaba un abuso, y era que las mayores, en cuanto tenían oportunidad, procuraban saciar su hambre arrancando con amenazas su ración a las pequeñas. Más de una vez, después de haber tenido que distribuir el pan moreno que nos daban a las cinco, entre dos mayores que me lo exigían, tuve que ceder a una tercera la mitad de mi taza de café, y beberme el resto acompañado de las lágrimas silenciosas que el hambre y la imposibilidad de oponerme arrancaban a mis ojos.

Durante el invierno, los días más terribles de todos eran los domingos. Teníamos que recorrer dos millas hasta la iglesia de Broéklebridge, en la que oficiaba nuestro director. Llegábamos heladas, entrábamos en el templo más helado aún y permanecíamos, paralizadas de frío, mientras duraban los Oficios Religiosos. Como el colegio estaba demasiado lejos para ir a comer y regresar, de nos distribuía, en el intervalo entre los Oficios de la mañana y la tarde, una ración de pan y carne fría en la misma mezquina cantidad habitual de las comidas de los días laborales.

Después de los Oficios de la tarde, tornábamos al colegio por un empinado camino barrido por los helados vientos que venían de las montañas del Norte, y tan fríos, que casi nos arrancaban la piel de la cara.

Recuerdo a la Srta. Temple caminando con rapidez a lo largo de nuestras abatidas filas, envuelta en su capa a rayas que el viento hacía ondear, animándonos, dándonos ejemplo, excitándonos a seguir adelante «como esforzados soldados», según decía. Las otras pobres profesoras tenían bastante con animarse a sí mismas y no les quedaban energías para pensar en animar al prójimo.

¡Qué agradable, al regresar, hubiera sido sentarse al lado del fuego! Pero esto a las pequeñas les estaba vedado: cada una de las chimeneas era inmediatamente rodeada por una doble hilera de muchachas mayores y las pequeñas habían de limitarse a intentar caldear sus ateridas manos metiéndolas bajo los delantales.

A la hora del té nos daban doble ración de pan y un poco de manteca: era el extraordinario del domingo. Yo lograba, generalmente, reservarme la mitad de ello; el resto, invariablemente, tenía que repartirlo con las mayores.

La tarde del domingo se empleaba en repetir de memoria el Catecismo y los capítulos cinco, seis y siete de San Mateo. Además, habíamos de escuchar un largo sermón leído por Miss Miller. En el curso de estas tareas, algunas de las niñas menores se dormían y eran castigadas a permanecer en pie en el centro del salón hasta que concluía la lectura.

El Sr. Brocklehurst no apareció por la escuela durante la mayor parte del mes en cuyo curso llegué al establecimiento. Sin duda continuaba con su amigo el arcediano. Su ausencia fue un alivio para mí. Sobra decir que tenía motivos para temer su llegada. Pero ésta, al fin, se produjo.

Jane EyreWhere stories live. Discover now